En sus ojos, mi secreto

30. Donde empieza el azul

El día que veníamos esperando durante meses por fin había llegado: hoy partíamos hacia San Andrés. Habíamos trabajado duro durante todo el ciclo escolar, y esta era nuestra recompensa: una semana en el paraíso.

Me desperté antes de que sonara la alarma. De hecho, apenas había dormido. La emoción y los nervios se me habían mezclado en el pecho desde la noche anterior. Me quedé un rato en la cama, con los ojos abiertos, mirando el techo como si pudiera predecir en él lo que vendría.

Cuando por fin me levanté, sin rastro alguno de somnolencia, el corazón me latía más rápido de lo normal. Tras tomar una ducha rápida y alistarme, revisé la maleta nuevamente, aunque ya estaba todo empacado desde el día anterior. La lista que Valeria me había prestado estaba doblada junto a mis gafas de sol, como si eso me diera algo de control.

Cuando bajé a la cocina, ya había luces encendidas. Mi mamá estaba preparando café, y me sonrió en cuanto me vio.

—Buenos días, Sebas —dijo, mientras encendía la cafetera.

—Buenos días, ma —respondí.

Cogí mi café y me senté en el comedor. Poco después, bajó mi papá, ya arreglado.

—Buenos días, viajero —me saludó.

—Buenos días, pa.

—¿Dormiste algo? —preguntó mi mamá.

—Lo intenté —admití, rodeando el pocillo con mis manos—. Pero siento que llevo despierto desde anoche.

Nos tomamos el café juntos, sin mucha charla, como si los tres supiéramos que ese pequeño ritual era más importante que cualquier palabra.

Afuera todavía estaba oscuro. La casa tenía ese silencio suave de las madrugadas, roto solo por el goteo del café recién hecho y el murmullo leve de la radio encendida en volumen bajo.

Al poco rato, cuando todos estábamos listos, bajamos con el equipaje. El aire era frío y húmedo. El portón se abrió con su sonido metálico habitual, y nos subimos al carro. Yo en el asiento trasero, con los audífonos enredados entre los dedos; mi papá al volante, y mi mamá en el asiento del copiloto, mirando la ruta en su celular, aunque sabía perfectamente cómo llegar al aeropuerto.

Durante el trayecto, la ciudad todavía bostezaba. Yo miraba por la ventana los postes de luz, las calles vacías, los locales cerrados. Todo parecía suspendido en una calma previa al movimiento. Sin embargo, mi mente saltaba de un pensamiento a otro: si había empacado todo, si nos haría buen clima, si Adriana estaría ya en camino. Me preguntaba cómo se sentiría verla en ese contexto diferente, lejos del aula, del uniforme, de los pasillos del colegio.

Sentía mariposas en el estómago, pero no del tipo que asustan, sino de las que anuncian que algo importante está por comenzar.

Cuando llegamos al aeropuerto, muchos ya estaban ahí: algunos medio dormidos, otros desbordados de energía. Maletas rodando, padres despidiéndose, y los dos directores de curso, los profesores Méndez y González, tratando de mantener el grupo organizado. Busqué con la mirada a mis amigos y también a Adriana. No había llegado todavía.

—¡Sebas! —gritó Sofía, agitando la mano—. ¡Ven, aquí estamos!

Me acerqué con mi mochila a cuestas y nos saludamos con ese entusiasmo contenido que aparece cuando todavía es de madrugada pero el día promete mucho. Sofía hablaba sin parar; Valeria estaba más tranquila, pero con esa sonrisa que aparece cuando algo bueno está a punto de pasar.

Y entonces, entre todo el ruido, la vi.

Adriana.

Llegaba con paso sereno, empujando su silla con seguridad, acompañada por la profesora Luisa. Su cabello estaba recogido con una sencillez que la hacía ver aún más hermosa, y su rostro irradiaba una mezcla de expectativa y alegría que no había visto en ella desde hacía mucho tiempo.

Nuestros ojos se encontraron, y por un instante, todo pareció detenerse.

—Hola, Sebastián —dijo al llegar a mí. Su voz era suave, pero clara, como si ese saludo estuviera destinado solo para mí.

—Hola, profe —respondí, sintiendo cómo mi sonrisa se expandía sin pedir permiso.

—¿Listo para la aventura?

Asentí, con el corazón desbocado.

—Mucho más ahora que te veo aquí.

Adriana rió con dulzura y negó con la cabeza, divertida.

—Ten cuidado con esas frases, que me vas a malacostumbrar.

Su broma me hizo sonrojar un poco, pero no me importó. Verla ahí, siendo parte de todo esto, me hacía sentir que el viaje no solo iba a ser especial… iba a ser inolvidable.

Después de unos minutos de charla y organización, llegó el momento de despedirme de mis padres. Mamá me abrazó fuerte, como si al soltarme el viaje comenzara de verdad. Papá me dio una palmada en el hombro, más sobria pero igual de significativa. Luego vino el paso por el control de seguridad, el registro del equipaje de mano, las pertenencias en la bandeja y el murmullo constante de los altavoces anunciando vuelos. Ya con todo el grupo reunido, avanzamos hacia la sala de abordaje. Me acomodé junto a la ventana, desde donde pude ver el Airbus A320 que nos llevaría, con su fuselaje blanco y reluciente reflejando la luz de la mañana.

La espera antes del abordaje se hizo más llevadera gracias a las conversaciones, las fotos grupales improvisadas y ese bullicio que solo se vive cuando decenas de estudiantes están a punto de subir por primera vez juntos a un avión. Sin embargo, cada tanto, mis ojos volvían a Adriana, que se encontraba a unos metros, conversando con los otros profesores. Al verla, sentí esa mezcla familiar de alegría y una especie de calma que solo aparecía cuando ella estaba cerca. Poco después, como si me hubiera leído la mente, se acercó a mi asiento.




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