La mañana en San Andrés comenzó con una luz suave filtrándose entre las cortinas del hotel. Desde temprano, el murmullo de las olas se colaba entre las paredes como un recordatorio constante de que estábamos lejos de todo lo habitual. Bajé junto con Alejandro a desayunar, con el cabello aún húmedo por la ducha y la cámara de fotos colgando al cuello. Carlos y Juan ya nos estaban esperando en una de las mesas del restaurante, riendo con un entusiasmo que aún no se apagaba desde el día anterior.
—¿Entonces qué? ¿Vamos al acuario o esperamos al resto? —preguntó Juan mientras untaba mantequilla en una tostada.
—Yo digo que aprovechemos antes de que se llene —opinó Alejandro—. Además, seguro que alguien se va a atrasar, como siempre.
—¿Sebas? —Carlos me miró con media sonrisa—. ¿Tú qué dices? Estás muy callado.
Les devolví la sonrisa, removiendo el café con distraída lentitud.
—Estoy disfrutando el momento —dije—. Es raro estar aquí… pero raro en el buen sentido. Como si por fin algo estuviera en pausa.
—Eso sonó profundo —bromeó Carlos, dándome un pequeño codazo—. ¡No se pongan intensos todavía! Esperen al último día para ponerse sentimentales.
Todos reímos. La conversación siguió entre planes, anécdotas tontas y discusiones sobre quién se había quemado más al sol. Me sentía cómodo. Con ellos, siempre lo hacía. Pero había algo dentro de mí que, aun entre risas, seguía en otra parte. Como si buscara a alguien entre las caras conocidas.
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En la tarde, al regresar al hotel tras haber pasado gran parte del día fuera, mis amigos subieron a sus habitaciones para descansar un poco. Yo estaba sediento, así que antes de subir me dirigí al pequeño quiosco en la playa para pedir una bebida. Vi una mesa libre y me senté, aprovechando para descansar un poco mientras veía las olas del mar yendo y viniendo frente a mí. Cuando me paré para depositar el vaso de plástico en el contenedor, vi a Adriana saliendo del hotel en su silla de ruedas.
Apenas me vio, se acercó a mí con su característica sonrisa confiada. Llevaba un bañador de una pieza de color coral y una falda ligera que resaltaban su piel bronceada. Se veía hermosa, pero más allá de su apariencia, lo que más me impactaba era su tranquilidad, la naturalidad con la que se desplazaba, como si la silla nunca hubiera sido un obstáculo real.
—Sebastián, ¿me ayudas? Quiero acostarme en la tumbona un rato —me pidió, señalando la silla de playa junto a nosotros.
Asentí sin dudar, pero cuando me acerqué para ayudarla a transferirse, mi atención se desvió involuntariamente. Al inclinarme y rodear su espalda con mis brazos, mis ojos se encontraron con la cicatriz que recorría su espalda. Era larga, comenzaba en la parte alta de la columna y descendía hasta la mitad. No pasaba desapercibida: se veía claramente y contrastaba con la suavidad de su espalda. No era solo una huella física; era un testimonio silencioso de todo lo que había atravesado. Fue un instante fugaz, pero suficiente para que un escalofrío recorriera mi cuerpo. No era miedo ni rechazo, sino una mezcla de respeto profundo y algo más difícil de nombrar.
—¿Estás bien? —su voz me sacó de mis pensamientos.
No había burla en su tono, solo una suave preocupación. Me mordí el labio, debatiéndome entre fingir que nada pasaba o ser honesto con ella. Adriana merecía lo segundo.
—Es que... es la primera vez que veo tu cicatriz —dije al fin, sintiéndome torpe.
Adriana sonrió levemente, con una expresión en la que no había incomodidad, sino comprensión.
—Impresiona un poco, ¿verdad? —dijo con tranquilidad mientras terminaba de acomodarse en la tumbona—. Es de la cirugía que me hicieron después del accidente. No es bonita, pero es parte de mí. Y, en cierto modo, también es parte de mi historia.
La escuché con atención, y entonces, sin que se lo pidiera, empezó a contarme más.
—Me operaron dos veces. La primera fue cuando llegué al hospital. Mi columna estaba fracturada por completo y la médula había sufrido un daño irreversible. Tuvieron que estabilizarme de urgencia para evitar más complicaciones. La segunda fue unos días después, para fijar mi espalda con tornillos y varillas de titanio.
Sus palabras me provocaron un nudo en la garganta. No podía imaginar lo que había sido despertar en ese hospital, con su vida cambiada para siempre.
—No tenía idea… —murmuré.
—Es normal. No suelo hablar mucho de esto —dijo encogiéndose de hombros—. Pero contigo me nace contarlo. No sé, siento que… tú realmente quieres saber, no por morbo ni por lástima.