Abrí los ojos con una extraña quietud en el pecho. Lo de ayer con Adriana no se sentía como una simple conversación, sino como un antes y un después. No solo había visto su cicatriz: había sentido su vulnerabilidad. Y eso me había tocado más de lo que quería admitir.
Alejandro ya estaba despierto, sentado en su cama con la espalda apoyada contra la cabecera. Tenía los audífonos colgando del cuello y estaba deslizando la pantalla del celular despreocupadamente.
—¿Dormiste bien? —preguntó, sin mirarme del todo.
—Más o menos. ¿Tú?
—Lo suficiente.
Hubo un silencio cómodo. Solo se oía el murmullo lejano del viento afuera y algún paso disperso en el pasillo. Alejandro giró un poco la cabeza hacia mí.
—¿Qué hiciste ayer en la tarde? —preguntó con voz baja.
Me froté los ojos y me incorporé con algo de lentitud.
—Estuve hablando un buen rato con Adriana.
Alejandro asintió apenas, sin sorpresa ni juicio.
—Se nota que se entienden bien —dijo con naturalidad.
—Sí… Fue una buena charla.
—La profe Adriana tiene algo… uno siempre sale mejor después de hablar con ella.
Asentí con suavidad, sintiendo que este era un momento propicio para decir algo más. Tomé aire y solté el peso que llevaba dentro.
—Me gusta —dije, casi en un susurro—. Adriana. No solo como profesora. Me gusta en serio.
Alejandro no reaccionó con sorpresa. Solo bajó la vista por un instante, como si se tomara el tiempo necesario para escuchar bien la confesión antes de responder.
—Lo imaginaba —dijo finalmente—. Pero está bien escucharlo de ti.
—Es extraño, porque desde que regresó, después del accidente, empecé a sentir algo por ella. Cada vez que hablamos, siento que hay algo más. No es solo admiración. Es algo que me toca más adentro.
—¿Crees que ella lo sabe?
Dudé. Recordé su rostro en la conversación de ayer, su voz cuando me llamó Sebas, su forma de mirarme cuando hablábamos del dolor y las cicatrices.
—No lo sé —dije—. A veces creo que sí. O que al menos lo intuye. Pero no estoy seguro de qué significa eso para ella.
Alejandro asintió lentamente.
—Es una situación difícil. No solo por ella, sino por ti también. No quiero decir que esté mal lo que sientes, porque no lo está. Pero sí es complejo.
—Lo sé. Y no es que esté esperando nada. No quiero complicarle la vida ni hacerle daño. Solo… no puedo hacer como si no sintiera nada. Estar cerca de ella me hace bien, me mueve cosas por dentro. Pero también me tiene hecho un lío.
Alejandro se quedó callado un momento, mirando el techo.
—Eso pasa… A veces hay personas que nos marcan más de lo que imaginamos. Y no siempre es fácil saber por qué o qué lugar tienen en nuestra vida. Pero igual nos dejan algo.
Me quedé pensando en lo que dijo. No sonó como si estuviera juzgándome ni tratando de decirme qué hacer. Solo hablaba desde el cuidado.
—Gracias por escucharlo —dije—. No quería seguir dándole vueltas a este asunto solo.
Alejandro sonrió un poco, de esa forma que se nota más en los ojos que en la boca.
—Siempre puedes hablar conmigo, Sebas. Lo que sea. No es bueno cargar con estas cosas solo.
Nos quedamos conversando un poco más antes de salir de la habitación y bajar a desayunar. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que no estaba tan solo con todo lo que me pasaba por dentro.
El ambiente en el restaurante ya estaba animado: risas, charlas cruzadas, y la fila del buffet moviéndose con lentitud, como si todos quisieran alargar ese momento de descanso. Nos unimos al grupo de siempre. Sofía estaba contando alguna anécdota con tanto entusiasmo que terminó gesticulando con un pan en la mano. Sergio casi se atraganta de la risa.
La mañana pasó entre juegos en la playa, carreras tontas en la arena, partidos improvisados de voleibol y algunos que, como Valeria, preferían simplemente tumbarse a escuchar música o leer bajo la sombra de una sombrilla. Fue un rato cálido, ligero, lleno de esas pequeñas cosas que uno sabe que recordará con cariño.
Cerca de las once, el calor empezó a apretar. Me alejé un poco, buscando un sitio tranquilo para descansar, y fue entonces cuando la vi.
Adriana estaba sola, un poco apartada del grupo. Su silla de ruedas se encontraba cerca de unas palmeras, bajo una sombra intermitente, mirando la playa con una expresión pensativa. No estaba participando en las actividades, solo la vi allí, quieta, mientras los demás disfrutaban del mar y la arena. Algo en su rostro me hizo darme cuenta de que no estaba completamente en paz.