Todavía no eran las seis, pero ya no podía dormir. Seguía dándole vueltas a lo que había pasado ayer en el mar, recordando la imagen de Adriana riendo bajo el sol y flotando con los ojos entrecerrados, como si el mar la abrazara. No era una imagen cualquiera. Era una memoria que parecía tallada con delicadeza, como si el tiempo hubiera querido detenerse solo para nosotros dos.
Pensaba en la manera en que ella confió en mí, sin reservas, y en cómo su risa se mezcló con el sonido del agua mientras yo empujaba la silla con cuidado. Ese momento no necesitó palabras, y sin embargo me dijo tantas cosas. Una parte de mí no sabía qué hacer con todo lo que sentía. La otra, en cambio, se aferraba a una certeza: había valido la pena estar ahí, en ese instante, junto a ella.
Bajé a desayunar más temprano de lo habitual, pero el buffet ya estaba dispuesto: frutas frescas, panecillos, carnes frías, huevos al gusto, jugos tropicales. Aún había poca gente, pero al menos Sofía ya estaba ahí, así que me senté con ella.
—¿Madrugaste o no pudiste dormir? —preguntó Sofía.
—Las dos cosas, creo —dije, encogiéndome de hombros.
—Yo me desperté con hambre —añadió—. No sé qué les pasa a todos que siguen dormidos con semejante desayuno.
—Eso es porque anoche se comieron como medio supermercado —respondí, mientras tomaba un sorbo de café.
Sofía rió bajito.
—Igual, yo no pienso perder ni un minuto de hoy. Ojalá que Vale y los demás bajen rápido para hacer planes.
Poco después llegaron Valeria, Alejandro y Carlos. Alejandro propuso alquilar carritos de golf para dar la vuelta a la isla, y la idea tuvo buena acogida.
—Nos demoramos más o menos dos horas —explicó Alejandro—, pero paramos en varias playas. Nos alcanza el tiempo para llegar aquí a la hora del almuerzo.
Subimos a los carritos de golf alrededor de las nueve y media de la mañana. Alejandro se ofreció a conducir el primero, y Carlos el segundo. Valeria, Sofía y yo nos montamos con Alejandro; Natalia, Juan y Sergio se fueron en el otro.
El sol ya estaba alto, pero la brisa del mar hacía que el calor fuera soportable. Mientras avanzábamos por la carretera costera, podíamos ver el mar cambiando de tonalidad con cada curva: del azul profundo al turquesa más claro, casi transparente. Parecía un paisaje de postal.
—Esto sí es vida —comentó Sofía, con las gafas puestas y los pies en alto.
—¿Te imaginas venir a trabajar a un lugar así? —preguntó Valeria—. Sería como vivir de vacaciones.
—Yo me conformo con no tener que madrugar un lunes —dije, riendo.
Paramos en una pequeña playa donde no había casi nadie. Nos quitamos los zapatos y caminamos por la arena húmeda. El mar apenas tocaba nuestros tobillos.
Valeria me tomó una foto sin avisar.
—¡Quedó chévere! Mira.
La pantalla mostraba mi silueta de espaldas, mirando al horizonte. Detrás, la línea del cielo se perdía en el agua.
—Me gusta —dije, sorprendido de que me gustara.
Era raro mirarme así, en silencio, como si yo también estuviera esperando algo de ese horizonte.
—Pareces un poeta trágico —comentó Sofía.
—O un influencer sensible —añadió Alejandro, soltando una carcajada.
Seguimos el recorrido con paradas cortas: un mirador en lo alto de una colina, una tienda de artesanías donde algunos compraron souvenirs, y un sector donde los carritos debían ir lento por las curvas cerradas.
Cuando llegamos de nuevo al hotel, el reloj apenas marcaba las once y cincuenta. Habíamos rodeado toda la isla, pero el día aún tenía promesas por cumplirse.
El almuerzo fue en el restaurante del hotel, justo al mediodía. A esa hora ya había bastante gente en el comedor, pero logramos juntar dos mesas cerca de una ventana. La brisa marina entraba sin esfuerzo, trayendo el olor del mar y el rumor de las olas.
Había arroz con coco, pescado frito, patacones, ensalada de mango y varias opciones más en el buffet. Algunos repitieron. Otros, como yo, apenas servimos lo justo.
—Creo que voy a explotar —dijo Carlos, reclinándose en la silla con teatralidad.
—Y eso que no has probado el postre —le respondió Sofía, señalando la bandeja de las cocadas.
Entre conversaciones cruzadas y planes sueltos para la tarde, alguien mencionó la piscina. La idea me sonó bien, como si mi mente anticipara sin querer el momento que vendría.
Tras el almuerzo, algunos subieron directo a las habitaciones; otros se quedaron en el lobby viendo qué más hacían en la tarde.
—¿Van a bajar a la piscina? —pregunté, mientras esperábamos el ascensor.
—Sí, pero más tarde —respondió Sofía—. Vamos a ver si conseguimos toallas en la recepción.
—Yo creo que bajo de una —dije, haciendo un gesto con la cabeza hacia la zona húmeda.
Ya en mi habitación, me cambié rápido, agarré una toalla y bajé solo. El sol calentaba con fuerza, y sentía que si no me metía al agua de inmediato, me iba a derretir.