En sus ojos, mi secreto

34. Equipaje ligero, alma llena

Hubo algo en ese día, en ese momento frente al mar y en las palabras que al fin me atreví a decir, que marcó un antes y un después. No todo cambió de golpe, claro. Las dudas no desaparecieron, solo aprendí a darles un lugar distinto. Seguían ahí, susurrando a ratos, pero ya no gobernaban mis pasos. En los días que siguieron, sentí como si algo dentro de mí, muy profundo, empezara a desenredarse.

Seguí disfrutando del viaje junto con mis amigos, con la certeza de que ya no estaba huyendo de lo que sentía, ni fingiendo no saberlo. Por primera vez en mucho tiempo, mi mente parecía estar completamente en paz.

El miércoles visitamos varios lugares durante un recorrido por la isla. En La Piscinita, hice snorkel por primera vez. Estar rodeado de tantos peces de colores, tan cerca, fue como asomarse a otro mundo. Valeria se asustó cuando una raya pasó justo debajo de ella, y todos nos reímos, aunque después confesamos que también nos dio un poco de miedo.

Más tarde, exploramos la Cueva de Morgan. La historia del pirata ya me era conocida, pero recorrer la caverna, con su olor a humedad y el eco de nuestras voces rebotando en las paredes, le dio un aire más real —y más mágico a la vez—. La guía que nos acompañó mezclaba historia con leyenda, y por un momento, el viaje dejó de ser solo diversión para convertirse también en descubrimiento.

Uno de mis momentos favoritos fue cuando, una tarde, decidí darme un gusto: alquilé una moto acuática. Al principio me dio miedo, pero en cuanto apreté el acelerador y sentí cómo la máquina se deslizaba sobre el mar como si volara, supe que era una de esas sensaciones que iba a guardar para siempre. El viento me golpeaba la cara, el agua salpicaba con fuerza, y en ese momento me sentí completamente libre. Me alejé lo justo para ver la isla desde otra perspectiva: tan pequeña desde lejos, pero tan grande en recuerdos. Fue una descarga de adrenalina, alegría y despedida, todo al mismo tiempo.

También aprovechamos para visitar algunas islas cercanas. Tomamos una lancha que parecía saltar sobre las olas, y cuando llegamos, era como si estuviéramos en una postal: arena blanca, palmeras que se mecían con el viento, y un olor a coco y mariscos que te abría el apetito solo de respirar.

Con Adriana compartí otros momentos sencillos pero significativos. La ayudaba a empujar la silla, a veces la acompañaba al comedor o al jardín del hotel cuando los demás ya se habían ido. A veces hablábamos de cosas simples —la comida, el calor, las actividades— y otras, sin querer, rozábamos temas más hondos. No hacía falta decir mucho. Su forma de mirarme, de agradecer sin palabras, me hacía sentir más cómodo que en ningún otro lugar. Como si, al estar con ella, pudiera respirar distinto: sin prisas, sin máscaras.

El último día llegó más rápido de lo que imaginé. Después del almuerzo, algunos se quedaron en el comedor; otros salieron a la playa a disfrutar del mar por última vez antes de regresar a Bogotá. Yo caminé hacia la terraza lateral, esa donde el ruido del mar llegaba más claro. Adriana estaba allí, sola, sentada a la mesa tomando una limonada y con los ojos fijos en el horizonte. Llevaba un vestido floreado que resaltaba su piel dorada y un sombrero de ala ancha que enmarcaba su rostro sereno. Sus pies descalzos descansaban sobre el reposapiés de la silla. El sol iluminaba su cabello oscuro, y la brisa jugueteaba con algunos mechones sueltos. Se veía hermosa, con esa feminidad tranquila que no necesitaba de artificios para imponerse.

Me acerqué en silencio. Ella levantó la mirada y sonrió, como si hubiera estado esperándome.

—¿Te molesto? —pregunté, aunque sabía que no.

—Nunca. Ven, siéntate.

Nos quedamos un momento en silencio. No era incómodo. De hecho, se sentía justo.

—¿Sabes? —dijo ella finalmente—. Tenía miedo de este viaje.

La miré, sorprendido.

—¿Miedo?

—Sí. No solo por... bueno, lo evidente —dijo, haciendo un gesto leve hacia su silla—. Los desplazamientos, el terreno, las dificultades logísticas. Todo eso me daba ansiedad, sí. Pero también tenía miedo de no disfrutar. De sentirme una carga. De no poder vivir esto como antes. Pensé que iba a estar todo el tiempo recordando lo que ya no puedo hacer.

Bajó la mirada un segundo, pero no había tristeza en su tono, solo honestidad.

—Y, aunque en algún momento me sentí así, al final pude disfrutar del viaje. Y, en gran parte, fue gracias a ti. Me hiciste sentir incluida, capaz, normal... y especial, a tu manera. Este viaje fue inolvidable para mí. De verdad.

Sentí que algo se me comprimía en el pecho. No supe qué decir de inmediato. Solo pude mirarla, sintiendo que esas palabras eran un regalo.

—Gracias por decirme eso... —murmuré—. Pero no solo tú te llevas algo —añadí después, con un poco más de certeza—. Yo también... te agradezco, Adriana. Por todo lo que compartimos estos días. Por lo que me hiciste ver, y sentir. Este viaje también fue inolvidable para mí porque estuviste tú.

Bajé un momento la mirada, dudando si decir lo siguiente, pero al final lo hice.

—Y… gracias también por cómo acogiste lo que te dije el martes. Por no rechazarlo, por recibirlo con comprensión, con cariño.

Adriana me miró en silencio unos segundos, como si estuviera dejando que mis palabras calaran del todo. Luego sonrió con suavidad.




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