En sus ojos, mi secreto

35. En buena compañía

Hay viajes que terminan cuando uno deshace la maleta. Este no.

Volvimos con arena aún en los zapatos y el olor del mar pegado a la ropa. Pero más que eso, volvimos con algo distinto dentro. No fue solo lo que hicimos —los lugares que visitamos, las risas compartidas, las aventuras improvisadas—, sino lo que pasó entre nosotros: lo que cambió, lo que creció.

Recuerdo las carcajadas en los carritos de golf, la emoción de lanzarme al agua con el snorkel por primera vez, la sensación de libertad sobre la moto acuática, el eco misterioso de la Cueva de Morgan. Recuerdo la fogata en la playa, el calor del fuego mezclado con el del afecto y las conversaciones bajo el cielo estrellado.

Y, por supuesto, recuerdo los momentos con Adriana.

Estuvo presente en cada uno de esos días, a veces en pequeños momentos, otras en silencios que decían más que mil palabras. Su manera de mirar, de agradecer, de hablar sin prisa, me dejó marcas que no quería borrar. Nuestra conversación en la terraza, su voz diciéndome que el viaje había sido inolvidable... Eso se quedó en mí. Como un secreto que guardaba en el pecho, que no hacía ruido, pero lo cambiaba todo. Este viaje me enseñó que no todos los vínculos tienen que tener nombre, ni todas las emociones explicación. A veces basta con sentir, y dejar que eso nos transforme.

Después de eso, volver al colegio fue como despertar de un sueño. Todo seguía igual, pero yo no. Había una parte de mí que aún estaba allá, en la isla, entre el vaivén de las olas y la voz de Adriana diciendo: «Vivamos lo que queda. Con lo que somos, con lo que sentimos».

Y eso quería hacer ahora. Vivir lo que quedaba. Las últimas semanas del año ya se sentían como un suspiro. Todo iba más rápido, pero también se sentía más intenso. Las despedidas se asomaban, aunque nadie las mencionara. Algunos ya pensaban en las vacaciones, otros en lo que vendría después. Yo solo quería estar presente. Porque aún quedaba algo por vivir, y no pensaba dejarlo pasar.

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Estaba sentado con Valeria en una banca del patio. Había estado jugando fútbol con los de otro curso, y aún tenía la adrenalina corriéndome por las venas y el sudor en la frente. Valeria, con una empanada en sus manos, me miraba con una mezcla de diversión y resignación.

—Tienes cara de que no hiciste ni un pase bien —dijo con una sonrisa ladeada.

—Tú sabes que yo juego bonito, pero sin resultados —respondí, riendo.

Ella dio un mordisco a su empanada y luego, con un tono más tranquilo, cambió de tema.

—Ya envié mi aplicación para Psicología. En la Universidad El Bosque.

—¿Sí? Qué chévere —dije, genuinamente contento—. Te pega mucho.

—¿Tú crees?

—Claro. Tienes esa forma de escuchar... y de mirar a las personas sin hacerlas sentir juzgadas. Si alguien puede ser buena psicóloga, eres tú.

Valeria bajó la mirada, pero sonrió, como si no supiera qué hacer con el cumplido. Yo mismo me sorprendí de lo fácil que me salió decirlo.

—¿Y tú? ¿Cómo vas con eso? —me preguntó.

—Apliqué a Ingeniería Industrial. En la Javeriana.

—Me encanta. Te pega, también. Siempre te ha gustado entender cómo funcionan las cosas y organizar todo. Y eres bueno para eso, Sebas. En serio.

Le dediqué una sonrisa amable. A veces uno no sabe cómo recibir este tipo de afirmaciones, sobre todo cuando vienen de alguien como Valeria.

—Gracias. Igual, a ver si me sale. Si no, me meto a vender camisetas en la ciclovía.

—Podrías hacer ambas cosas —dijo, entre risas—. Pero no, yo sé que te va a ir bien. Además, ya tienes claro qué te gusta. Eso es más de lo que puede decir mucha gente.

Asentí en silencio. No solo por lo que había dicho, sino porque en ese instante me invadió una sensación que se me estaba volviendo familiar últimamente: una mezcla de anticipación y despedida. Como si estuviéramos todos en una especie de estación, esperando trenes distintos, sin saber si alguna vez volveríamos a coincidir en el andén.

—¿No te da miedo? —pregunté sin pensar demasiado—. Que todo cambie.

Valeria tardó unos segundos en responder. Su voz fue suave.

—Claro. Pero también me emociona —dijo ella, con una media sonrisa—. Me gusta pensar que puedo ayudar a otros. Siempre me ha gustado escuchar. A veces me da miedo no saber cómo, pero quiero intentarlo.

Me quedé mirándola en silencio. No lo decía con grandilocuencia ni buscando impresionar. Era simplemente ella, sincera, serena, y en paz con su decisión. Y de alguna manera, eso me daba valor.




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