Terminar las clases fue más extraño de lo que imaginé. No hubo fuegos artificiales ni una alegría desbordada, solo una sensación tenue, como si alguien hubiera cerrado una puerta suavemente detrás de mí. Un eco, un cambio de atmósfera.
Los días que siguieron fueron una mezcla de alivio, cansancio y una inquietud difícil de explicar. Me despertaba tarde, como si el cuerpo por fin soltara el peso del año, pero en mi mente seguía rondando la rutina: los pasillos, las clases, los recreos. Todo eso que ya no estaba. Todo eso que, sin darme cuenta, me había definido.
Pero lo más difícil era no ver a Adriana.
Esa última charla quedó resonando en mí como un acorde suspendido. Sabía que no faltaron palabras ni gestos para expresar lo que significábamos el uno para el otro. Y aun así, su ausencia se sentía como una pausa demasiado larga.
Una parte de mí se había acostumbrado a buscarla entre los rostros del colegio, a esperarla en los recreos, a verla pasar con esa mezcla de fuerza y calma. Y de pronto, no verla era otra forma de entender que el año realmente había terminado.
Por eso, la ceremonia de graduación no era solo un evento. Era una bisagra. Una oportunidad para cerrar con el cuerpo lo que el alma todavía estaba procesando. Y, sobre todo, era la promesa de volver a verla. Aunque fuera solo por un rato. Aunque fuera en medio de discursos y aplausos.
Pese a las ansias con las que esperaba la ceremonia de graduación, sentí que me tomó por sorpresa cuando llegó el día. Era extraño pensar que todas esas personas, espacios y momentos, que habían formado parte de mi vida durante años, estaban a punto de convertirse en recuerdo.
El auditorio estaba lleno. Había un murmullo constante, mezcla de nervios, emoción y felicidad contenida. Padres con los ojos brillantes, compañeros tomándose fotos, profesores caminando entre los grupos con sonrisas cálidas. Yo sentía un nudo en la garganta, pero no era tristeza. Era algo más complejo, más hermoso: la sensación de haber llegado a una meta importante, acompañado de las personas correctas.
Cuando sonó la música de entrada, nos pusimos de pie. Caminamos por el pasillo central mientras las cámaras capturaban cada paso. Al fondo, el escenario estaba decorado con flores y una gran pancarta que decía «Promoción 2024: Aquí comienza todo». Sonaba cursi, pero en ese momento, tenía sentido.
El discurso del rector fue solemne pero cercano. Habló de los desafíos, del crecimiento, de lo que significaba cerrar un ciclo. Mientras tanto, yo miraba de reojo a mis compañeros —algunos sonreían, otros tenían los ojos fijos en el escenario— y sentí una gratitud inmensa por haber compartido esta etapa con ellos.
Después del rector, se anunció que dos docentes dirían unas palabras en representación del profesorado. Cuando escuché «profesora Adriana Fernández», sentí que algo se me apretaba en el pecho. Me uní al aplauso generalizado del auditorio, con la mirada clavada en ella mientras avanzaba en su silla de ruedas hacia el escenario.
Cuando llegó al centro de la tarima y el foco de luz se posó sobre ella, dejando el resto del escenario en sombras, sentí que me faltaba el aire por un momento.
Se veía hermosa. No, más que hermosa. Increíblemente hermosa.
Llevaba un vestido azul marino de tela suave, con detalles delicados en los hombros. Su cabello, generalmente suelto o recogido de manera sencilla, estaba ahora arreglado en un moño elegante. Su sonrisa, aunque contenida por la solemnidad del momento, irradiaba una serenidad poderosa.
Adriana tomó el micrófono y esperó unos segundos antes de hablar. No necesitaba llamar la atención; su sola presencia bastaba.
—Buenas tardes a todos —comenzó, con esa voz clara y serena que tantas veces había llenado el aula—. No puedo negar que estoy emocionada. Esta no es una promoción cualquiera para mí. Es una generación que me acompañó en un año distinto, desafiante, y profundamente humano.
Bajé la mirada un instante, sintiendo cómo esas palabras calaban profundamente en mí.
—Cuando pensamos en educación, solemos imaginar libros, tareas, evaluaciones… Pero enseñar —y aprender— va mucho más allá de eso. Enseñar es compartir una parte de nosotros. Es dejar huella, pero también permitir que otros dejen huella en nosotros.
Algunas personas en el auditorio sonrieron. Yo respiré hondo, manteniendo la vista en ella, aunque mis ojos comenzaban a humedecerse.
—Muchos de ustedes me regalaron lo más valioso que un docente puede recibir: una mirada que no juzga, que no limita, que reconoce en el otro algo más que una función. Me sentí aceptada, acompañada, incluso en silencio. La vida que empieza ahora para ustedes no será sencilla. Habrá decisiones difíciles, tropiezos, decepciones. Pero también habrá encuentros inesperados, sorpresas que los transformarán, y personas que los acompañarán en su camino.