Las vacaciones pasaron con una lentitud engañosa. Días largos, como si el sol se resistiera a caer, y noches lo suficientemente silenciosas para dejarme solo con mis pensamientos. Al principio agradecí la pausa del ritmo académico y la libertad de no tener trabajos pendientes, pero pronto descubrí que el descanso no servía de mucho cuando lo que uno extraña no es una rutina, sino a una persona.
No ver a Adriana me pesaba más de lo que quería admitir. A veces hablábamos por mensaje: frases cortas, preguntas simples —¿Cómo sigues? ¿Descansando? ¿Ya viste la película que te recomendé?—. Cada palabra suya era como una chispa, un recordatorio de que seguía allí. Pero no era lo mismo que escuchar su voz, ni sentir esa atención suya que parecía mirar más allá de lo que yo decía.
Un día, para mi sorpresa, Valeria me escribió. Fue una charla breve, casi como una postal: «Hola Sebas, ¿cómo estás? ¿Qué has hecho en vacaciones?». Respondí con sinceridad, sin entrar en detalles, y aun así me alegró recibir ese mensaje. Era su forma de tender un puente, y lo supe agradecer.
A veces, pensaba en lo que Valeria me había dicho el último día de clases, cuando sin saberlo me quitó un peso de encima. Pero por más que lo intentaba, no lograba borrar del todo esa pequeña punzada de culpa que me acompañaba desde el año pasado. Y aunque Valeria no me reprochó nada, esa espina seguía allí, discreta pero persistente.
Las semanas siguientes transcurrieron sin sobresaltos. Salí un par de veces con Carlos y Alejandro, jugamos fútbol, visitamos nuevos lugares para comer, vimos películas. Pero a medida que se acercaba la Navidad, la ausencia de Adriana se hacía más notoria. Sabía que tenía sus propios compromisos, que este año la había dejado agotada y necesitaba descansar. Pero no saber cuándo volvería a verla me dejaba una ansiedad difícil de disimular.
El 24 de diciembre llegó, y aunque la calidez familiar llenaba la casa, yo sentía una ausencia sutil, como si una parte de mí esperara algo más.
Tras ayudar a mi madre a preparar la cena de Nochebuena, me recosté un poco para descansar antes de que llegara la medianoche. De pronto, mi celular sonó, indicando la llegada de un mensaje. Cuando desbloqueé la pantalla, mi corazón dio un vuelco: era Adriana.
«Feliz Navidad, Sebas 🎄✨ Que hoy estés rodeado de amor, alegría y muchas risas. Gracias por ser parte de mi año, por todo lo que compartimos. Eres muy especial para mí».
Me quedé mirando la pantalla, sin poder borrar la sonrisa que se me había formado. Leí el mensaje dos veces, como si necesitara confirmar que esas palabras eran reales, que ella, en medio de su propia celebración, se había tomado un momento para escribirme.
Respondí casi de inmediato, con los dedos temblándome un poco de la emoción:
«Feliz Navidad, Adriana. Gracias por tu mensaje, me hizo muy feliz. Yo también te agradezco por todo. Que pases un lindo día. Te quiero mucho».
Poco después, ella respondió al mensaje con un sticker. No hacía falta que dijera más. Con eso fue suficiente para que la sonrisa no se me borrara del rostro el resto de la noche.
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Tras una semana que pasó más rápido de lo que esperaba, llegó el momento de despedir el año.
El 31 de diciembre siempre tenía un aire especial. El ambiente estaba cargado de nostalgia y esperanza, como si el tiempo mismo hiciera una pausa antes de dar el siguiente paso.
Esa tarde, después de almorzar, me tumbé en el sofá de la sala, distraído y con la mirada perdida en un punto indefinido. No esperaba que nadie se diera cuenta, pero Laura, como siempre, tenía ese radar especial para leerme.
—¿Estás bien? —preguntó mientras se sentaba frente a mí con una taza de café en las manos.
Asentí, esbozando una sonrisa vaga.
—Sí… solo pensaba.
—¿En ella?
La miré sorprendido, y al instante supe que no tenía sentido fingir.
—Sí.
Laura no dijo nada al principio. Solo dio un sorbo a su café y me miró con ese gesto tranquilo que siempre me daba espacio para abrirme a mi propio ritmo. Ella siempre había sido alguien con quien podía hablar de todo. No porque me obligara a hacerlo, sino porque sabía escuchar como pocos. Pero en los últimos dos años… bueno, no estuvo. O al menos, no de la forma en que yo la necesitaba.
Se fue a estudiar fuera del país y apenas nos veíamos por videollamada un par de días a la semana. Siempre tan atenta, tan cariñosa, pero yo no sabía ni cómo empezar a explicarle lo que estaba viviendo: cuando me alejé de Valeria, cuando me sentí culpable, cuando descubrí cosas sobre mí que ni siquiera sabía que estaban ahí… me guardé todo. Pensé en contárselo a Adriana, pero justo entonces ocurrió su accidente, y esa puerta quedó suspendida en el aire.
Y sin Adriana, me quedé con el nudo. No porque no tuviera a quién acudir, sino porque sentía que nadie podría entenderlo como ella. Y Laura… Laura estaba lejos. Así que simplemente me lo guardé, como tantas otras cosas.
Ahora, con Laura de vuelta en casa temporalmente para asistir a mi graduación y pasar las fiestas de fin de año en familia, agradecía la oportunidad de poder conversar con ella.