En sus ojos, mi secreto

41. Permanecer

Enero había transcurrido como una página en blanco. Sin grandes emociones, sin sobresaltos, casi como si el año se negara a arrancar del todo. Aproveché el tiempo libre para ordenar mi cuarto, retomar viejos libros que había dejado a medias y, sobre todo, para pensar. En pocas semanas comenzaría una nueva etapa en la universidad, y aunque a veces me embargaba la incertidumbre, también sentía una extraña paz: una mezcla de nervios y expectativa que no me paralizaba, sino que me empujaba hacia adelante.

Durante este tiempo, Adriana y yo seguíamos en contacto. No hablábamos todos los días, pero de vez en cuando intercambiábamos mensajes, pequeños fragmentos de nuestras vidas después del colegio. Saber que aún estaba presente, aunque fuera a la distancia, me reconfortaba más de lo que quería admitir.

Una mañana cualquiera, mientras estaba matando el tiempo desplazándome sin rumbo por Facebook, una publicación se cruzó en la pantalla de mi celular como una bofetada.

Era una foto de Adriana en la cama de un hospital, vestida con una bata blanca que dejaba ver parte de su hombro izquierdo. Una vía intravenosa salía de su mano. Su rostro, aunque sereno, tenía un aire de agotamiento que me dolió más de lo que esperaba.

El mensaje que acompañaba la imagen era breve:

«A veces, el cuerpo te obliga a hacer una pausa. Estoy bien, no se preocupen. Gracias por todo el cariño».

Una sensación de ansiedad se instaló inmediatamente en mí. Sin pensarlo dos veces, abrí el chat y le escribí al instante.

«Adriana, acabo de ver tu publicación. ¿Estás bien? ¿Qué pasó?»

Pasaron unos minutos que se sintieron eternos antes de que respondiera.

«Hola, Sebas. Estoy un poco mal de salud, tuve algunas complicaciones. Pero no te preocupes, estoy en buenas manos».

Mi corazón se apretó. No podía quedarme tranquilo sabiendo que ella estaba en esa situación.

«¿Puedo ir a visitarte?» —Pregunté, sin rodeos.

Hubo un breve silencio virtual antes de que su respuesta llegara.

«Sí, claro que sí. Me encantaría verte 😊».

Esa misma tarde, después de almorzar casi sin apetito, tomé un taxi rumbo al hospital. El trayecto fue breve, pero en mi cabeza pasaron horas.

No sabía qué me iba a encontrar. No sabía si se vería como en la foto, si estaría sola, si tendría fuerzas para hablar. Iba con el corazón en la garganta, apretando las manos en los bolsillos de la chaqueta como si pudiera contener ahí todo lo que estaba sintiendo.

Al llegar, pregunté por ella en la recepción. El corazón me latía con fuerza mientras la auxiliar revisaba su sistema y me indicaba el piso y el número de la habitación. Caminé por los pasillos con paso rápido, casi automático, como si mis piernas supieran el camino mejor que yo. El olor a desinfectante, las luces blancas y los murmullos lejanos de enfermeras y monitores me envolvían, haciéndome sentir en otro mundo, ajeno a la cotidianidad.

Cuando llegué a la puerta de su habitación, dudé un segundo. Respiré hondo y toqué suavemente con los nudillos.

—¿Sí? —escuché su voz, apagada pero inconfundible.

Empujé la puerta con cuidado y me asomé.

Allí estaba Adriana, recostada en la cama, con el cabello un poco desordenado, la bata hospitalaria cubriéndole el cuerpo y una manta ligera hasta la cintura. La vía intravenosa seguía conectada a su mano.

—Sebastián… —su voz sonó débil, pero en su rostro apareció una pequeña sonrisa.

No dije nada. Solo caminé despacio hacia ella y la abracé con cuidado.

Sentí sus brazos rodearme con suavidad. Su cuerpo, frágil y tibio, tembló apenas bajo el contacto. Hundí mi cara en su cuello y cerré los ojos. No sabía si era alivio, tristeza o gratitud lo que sentía. Tal vez todo a la vez.

—Gracias por venir, mi niño —susurró ella, apenas audible.

—Tenía que verte —respondí, con la voz frágil.

Nos quedamos así, abrazados en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. No había prisa. No había que explicar nada.

Yo estaba ahí. Ella también.

Y aunque me dolía verla tan vulnerable, tan distinta a la imagen que llevaba guardada en la memoria, también me sentía profundamente feliz de poder estar a su lado, de sostenerla como ella tantas veces me había sostenido a mí.

Cuando nos separamos, la vi. Tenía los ojos húmedos. No lloraba, pero sus pupilas brillaban con esa claridad inquietante que tienen los que han llorado hace poco o están a punto de hacerlo.




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