En sus ojos, mi secreto

42. Café y comienzos

A veces, las etapas nuevas no empiezan con fuegos artificiales ni con una claridad deslumbrante. A veces, simplemente te descubres ahí, parado frente a un edificio de concreto y vidrio, con una mezcla de emoción, vértigo y la incómoda certeza de que todo está a punto de cambiar. Era como si estuviera al borde de un puente, con la vista puesta en lo que hay al otro lado, pero sin dejar de mirar hacia atrás.

La semana de inducción universitaria comenzó con un acto en el auditorio principal. Había luces suaves, pantallas grandes y una presentadora entusiasta que nos daba la bienvenida como si todos hubiéramos ganado algo importante. Tal vez sí. Tal vez entrar a esta carrera era, de alguna forma, haber ganado la posibilidad de entender y transformar cómo funcionan las cosas.

El edificio de la facultad de Ingeniería se alzaba imponente, de líneas modernas y ventanales amplios que dejaban pasar la luz sin reservas. Recorrí las instalaciones con una mezcla de entusiasmo y expectación: las aulas equipadas con proyectores y tableros digitales, los laboratorios de procesos y materiales, las salas de simulación, el centro de cómputo con software especializado, los espacios para proyectos integradores.

El ambiente era muy distinto al del colegio: más movimiento, más ruido, más diversidad. Estudiantes de todos los estilos y edades se cruzaban por los pasillos. Algunos, como yo, tenían cara de recién llegados; otros caminaban con la confianza serena que solo da el tiempo. Yo lo absorbía todo con ojos curiosos. Me sentía ligeramente fuera de lugar —como si aún no me hubiera ganado el derecho de pertenecer allí—, pero también empezaba a imaginarme trabajando en esos mismos laboratorios, resolviendo problemas reales con mis compañeros, diseñando sistemas eficientes, enfrentando retos que me obligaran a pensar más allá de lo obvio.

En algún momento del recorrido, mientras nos mostraban la biblioteca principal, me sorprendí pensando en Adriana. En lo que ella me habría dicho si hubiese estado aquí. Seguro me habría alentado a observar los detalles, a pensar en lo que me inspiraba, a no quedarme solo en lo técnico. «No te olvides de mirar el mundo con curiosidad», probablemente me habría dicho.

Sonreí sin darme cuenta.

La universidad aún era un terreno nuevo, lleno de incógnitas. Pero había algo dentro de mí —una especie de confianza silenciosa— que no tenía antes. No era solo entusiasmo. Era una certeza tenue pero firme: había atravesado demasiadas cosas como para no intentarlo con el corazón abierto.

Y sí, extrañaba el colegio. Extrañaba la cercanía, los vínculos, las miradas conocidas. Pero también entendía que ese ciclo había terminado. Y ahora empezaba otro. Más grande, más incierto… pero también lleno de posibilidades.

Me sorprendió lo rápido que empecé a reconocer caras. Había una chica con el cabello teñido de azul que parecía saber todo desde el primer día. Un tipo alto y delgado con acento paisa que no dejaba de hacer chistes incluso cuando no lo escuchaban. Y luego estaba Mariana, que se sentó a mi lado en una de las actividades del martes y terminó contándome que había elegido Ingeniería Industrial porque quería dedicarse a mejorar la forma en que las personas trabajan, hacer que los procesos fueran más justos y menos agotadores.

—¿Y tú? —me preguntó al final, mientras salíamos al patio—. ¿Por qué Ingeniería Industrial?

No le hablé de lo que me había pasado el último año, ni de todo lo que todavía me daba vueltas en la cabeza. Solo le dije que me gustaba analizar cómo funcionaban las cosas, encontrar maneras de organizarlas mejor, hacer que todo tuviera más sentido y menos desperdicio. Que me atraía la idea de resolver problemas y darles forma práctica. Ella sonrió y dijo que eso sonaba bien, y por alguna razón, ese gesto me tranquilizó.

El miércoles, después de una actividad con algunos egresados —más inspiradora que las anteriores, la verdad—, salí del auditorio con la tarde medio despejándose y una idea en la cabeza que venía madurando desde hacía días. Caminé hacia una banca junto a la entrada principal, saqué el celular y abrí Whatsapp:

«Hola, Adriana. ¿Tienes algo pendiente esta tarde? Te debo ese café, ¿te parece si lo tomamos hoy? Estoy saliendo de la inducción».

Me quedé mirando el mensaje unos segundos antes de enviarlo. No sabía si era el momento, si ella ya se sentía con ánimo de salir. Pero lo envié. Porque cumplir una promesa, aunque sea pequeña, también es una forma de cuidar el vínculo que crece entre dos personas.

La notificación de mensaje enviado me dejó con una ansiedad tibia en el pecho. No era miedo, exactamente. Era más bien la esperanza de que esa tarde pudiera convertirse en algo simple pero significativo: una conversación tranquila, un reencuentro pausado, un momento sin apuros en medio del caos de los comienzos.

Adriana respondió pocos minutos después. Un mensaje breve, con esa calidez suya que lograba traspasar incluso la pantalla:

«Hola, Sebas. Claro que sí 😊»

«¿Dónde nos vemos?»

Quedamos en una cafetería cerca a Hacienda Santa Bárbara. Una de esas que parecen salidas de otra época: madera crujiente, luces amarillas, el aroma del café impregnando cada rincón. Llegué unos minutos antes y elegí una mesa cerca de la ventana. No pasó mucho tiempo antes de que viera entrar a Adriana, rodando con soltura y esa expresión suya que mezcla determinación y serenidad.




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