Los días siguientes pasaron con rapidez, pero también con una especie de ansiedad subterránea que no lograba nombrar. No era angustia exactamente, pero sí una inquietud que me acompañaba incluso cuando intentaba concentrarme en otra cosa. Una especie de espera constante.
Cada vez que entraba a clase y veía a Paula, algo se activaba dentro de mí. Algo que me hacía sentir más despierto, más presente… y al mismo tiempo más vulnerable. Me fijaba en detalles absurdos, como el gesto preciso con el que ajustaba la palanca de freno de su silla al llegar al puesto, una acción rápida y sin titubeos. O el modo en que sostenía el celular sobre las piernas, como si hubiera aprendido a usar su cuerpo de otra manera, con una economía de movimientos que me resultaba fascinante.
Su voz también me atrapaba. No era dulce ni fría, simplemente clara. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, cada palabra tenía un peso, como si no le gustara decir nada que no fuera necesario. A veces, cuando participaba en clase, me quedaba viéndola incluso después de que hubiera terminado de hablar, como si sus palabras dejaran una estela que tardaba en desvanecerse.
Me descubría mirándola más de la cuenta, buscándola en los pasillos, pasando más tiempo en la biblioteca, o tomando rutas diferentes con la esperanza de cruzarnos por casualidad. Como si esperara algún indicio, una señal mínima, de que ese pequeño puente que habíamos comenzado a construir no se desmoronaría con el primer viento.
Una noche, me quedé frente al computador casi una hora, con la ventana de mensajes abierta. El cursor parpadeaba sobre la caja de texto como si me desafiara a escribir algo, lo que fuera. Escribí un «hola» y lo borré. Probé con una pregunta tonta sobre una lectura de clase, pero me pareció forzada. Después puse algo más informal, más mío, y lo borré también. Todo sonaba falso, o demasiado cargado de intención.
Terminé cerrando la ventana sin enviar nada, con esa sensación extraña de estar cada vez más cerca y, al mismo tiempo, sin saber dar el paso siguiente.
Pasaron los días y Paula empezó a ocupar cada vez más espacio en mi cabeza. No de forma abrumadora, pero sí constante, como una música de fondo que nunca se apaga del todo. Empecé a descuidar mis tareas académicas sin darme cuenta: las lecturas se me acumulaban, los trabajos los empezaba tarde, sin mucha energía. Al principio me repetía que era solo la etapa de adaptación, que pronto volvería a encontrar el ritmo.
Pero el ritmo no volvía. Y el tiempo se me iba en pequeñas distracciones: abría una y otra vez el mismo chat sin escribir nada, otras veces revisaba su perfil, sin razón aparente, solo por verla. Incluso cuando lograba sentarme a trabajar, me costaba mantener la atención. No era pereza, ni desinterés completo. Más bien era una especie de desconexión. Como si algo en mí se hubiera desordenado y no supiera bien cómo volver a centrarme.
El viernes por la mañana entregaron el primer gran trabajo del semestre: un análisis de mejora para un proceso productivo ficticio. Desde que el profesor empezó a repartir los trabajos, supe que la nota no sería buena. No hacía falta verla. El trabajo tenía buenas ideas, sí, pero lo había armado sin consistencia, sin tiempo, sin verdadero enfoque.
Cuando el profesor llegó a mi puesto, apenas me dirigió una mirada. Fue rápida, pero incómoda. Luego dejó el trabajo sobre la mesa con un gesto seco.
—Tenías buenos planteamientos, Sebastián, pero esto parece hecho sin compromiso. Si te vas a dedicar a la ingeniería, vas a tener que ser más riguroso —dijo, sin dureza, pero con firmeza.
Asentí en silencio. Me costó tragar saliva. Cuando abrí la carpeta, lo primero que vi fue el número, escrito en rojo: 2.8. No intenté justificarlo. Ni con él, ni conmigo.
Más que la nota, me pesó la sensación de estar dejando caer algo que me importaba. Como si mi energía se hubiera ido diluyendo sin que me diera cuenta, y de pronto estuviera lejos del lugar donde quería estar.
Me quedé mirando las hojas del trabajo. Algunas propuestas seguían teniendo algo, una buena intuición sobre el problema, un punto de partida sólido. Pero no lo había trabajado a fondo, y eso se notaba. No por falta de capacidad, sino por falta de enfoque. Y eso dolía más que el número.
Salí de clase con la carpeta doblada bajo el brazo, sin ganas de hablar con nadie. Caminé un rato por el campus, sin rumbo claro, pensando en los últimos días: en lo que había hecho, y sobre todo, en lo que había postergado.
En las horas perdidas frente al computador, en las lecturas medio leídas, en la cabeza dispersa. En Paula. En lo que me estaba pasando y todavía no sabía cómo nombrar.
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