En sus ojos, mi secreto

46. Cicatrices invisibles

El viernes por la noche, mientras pasaba el tiempo en internet, escuché una notificación en mi celular. Adriana me había escrito:

«Hola, Sebas 😊 ¿Estás ocupado? Quería saber si podríamos vernos. Me gustaría que vinieras a mi casa».

Me alegró recibir su mensaje, pero también me sorprendió: nunca antes me había invitado a su casa; siempre que nos veíamos, elegíamos una cafetería o algún lugar tranquilo.

En el tiempo que la conocía, había aprendido a leer entre líneas. Adriana solía ser directa cuando quería hablar de cosas triviales. Este mensaje, en cambio, sonaba distinto. Como si algo le rondara por dentro. Mi preocupación aumentó cuando recordé su respuesta vaga la última vez que nos vimos, cuando le pregunté cómo estaba.

Respondí de inmediato:

«Claro, Adri, dime la hora y ahí estaré».

Me pasó su dirección y quedamos de vernos la tarde siguiente. Traté de volver a lo que estaba haciendo, pero su mensaje no se me iba de la cabeza.

Ahora estaba frente a su apartamento, respirando hondo antes de tocar el timbre. Cuando la puerta se abrió, apareció Adriana.

Vestía ropa cómoda, llevaba el cabello suelto y un suave perfume floral flotaba en el aire. La simplicidad de su apariencia, tan hogareña y cálida, me hizo sonreír apenas la vi.

Me recibió con su amabilidad habitual, aunque algo en su semblante se sentía… distinto. Como si estuviera a punto de mostrarme un lado de ella que nadie más conocía.

—¡Sebas! —dijo con calidez—. Qué bueno verte. Pasa, por favor.

—Gracias, Adri —respondí con sinceridad, inclinándome para darle un beso en la mejilla.

Su apartamento tenía un aire acogedor y sereno, con muebles de madera clara, una estantería repleta de libros y plantas que colgaban de las repisas. Todo parecía normal, pero había una sensación latente en el ambiente, algo invisible pero presente.

Adriana me invitó a sentarme en el sofá y, por un instante, simplemente nos quedamos en silencio. Se notaba que estaba buscando las palabras adecuadas.

—Sebas… hay algo que quería contarte.

No dije nada, solo esperé.

Unos segundos después, suspiró y me miró con una honestidad que me conmovió.

—Últimamente… me he sentido sola —admitió en voz baja, como si fuera un pensamiento que le pesaba demasiado.

Su confesión me tomó por sorpresa.

—Este año ha sido difícil —continuó con voz temblorosa—. Más de lo que imaginé.

La miré en silencio, dándole espacio para que hablara.

—Cuando estabas en el colegio, te veía casi todos los días —dijo con una sonrisa nostálgica—. Aunque tuviera días malos, siempre tenía tu compañía, siempre tenía alguien con quien hablar. Eras mi confidente. Pero ahora...

Se interrumpió un instante y bajó la mirada.

—Mi hermana me visita siempre que puede, pero tiene su propia familia y no quiero ser una carga para ella. Mis padres viven fuera de la ciudad y solo pueden venir de vez en cuando. Mis amigas tienen sus propias vidas ocupadas. La enfermera que viene cada ocho días es amable, pero es una relación estrictamente profesional. Y al final del día… aquí estoy, sola.

Guardé silencio, procesando lo que me estaba diciendo. Su sonrisa triste apenas lograba disfrazar el dolor en sus palabras.

—Adri, yo… no sabía que te sentías así —dije al fin, con un nudo en la garganta—. Perdóname si he estado distante. No quiero que pienses que no me importas…

Ella me interrumpió enseguida, con una ternura inesperada.

—No, Sebas —negó suavemente—. No es por ti. Sé que tienes tu vida, que estás ocupado con la universidad… Y, de hecho, tú eres una de las personas con las que más hablo. Nuestros chats, las veces que nos encontramos a tomar algo… para mí son como un oasis en medio de todo esto. Créeme, lo valoro más de lo que imaginas.

Se quedó en silencio unos segundos, y luego bajó la voz, casi en un susurro.

—Y no es solo la soledad, Sebas… —Su voz se quebró un poco—. Es todo lo que implica vivir así.

Me guió hasta su habitación y, en cuanto entré, sentí un nudo en el estómago.

En una esquina, apoyada contra la pared, había una silla de ruedas de baño, de estructura metálica y asiento acolchado. Sobre un estante bajo, varias cajas de medicamentos con nombres que jamás había escuchado. En el suelo, algunas bolsas con artículos que parecían sacados de un hospital: envases plásticos, empaques cerrados, accesorios que hablaban de rutinas privadas que ella jamás mencionaba. No eran simples objetos, sino recordatorios silenciosos de lo difícil que era su día a día.




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