Esa noche me costó dormir. Apagué la luz temprano, convencido de que el cansancio de la jornada me iba a arrastrar en cuestión de minutos, pero apenas cerré los ojos las imágenes comenzaron a sucederse, una tras otra, con la nitidez de algo que no quería irse de mi memoria.
Primero estaban los objetos médicos, tan comunes en apariencia y, sin embargo, tan contundentes en lo que revelaban de la vida de Adriana. Eran objetos prácticos, nada más, pero en mis ojos se transformaban en símbolos: recordatorios de cuánto había cambiado su cotidianidad, de lo vulnerable que era dejar que alguien los viera. No cualquiera abre la puerta de su casa y permite que otro mire ese rincón íntimo. Ella lo había hecho conmigo, y ese gesto pesaba tanto como me honraba.
Después recordé su confesión sobre la soledad. No era la primera vez que me lo decía —ya me había hablado de lo difícil que resultaba tener que fingir fortaleza ante los demás y guardarse para sí misma el peso de su rutina—, pero escucharla en su propio espacio tuvo otro impacto. ¿Cómo era posible que una persona tan luminosa como ella se sintiera tan aislada? Me dolía imaginarla así, en silencio, sobrellevando los días grises con ese vacío adentro. Y al mismo tiempo me conmovía que me hubiera elegido a mí para romper ese silencio.
Lo que más me estremecía, sin embargo, era su relato del accidente. Revivir en mi mente el choque, el ruido del metal, la confusión del momento, la violencia con la que su vida se quebró en dos, me erizaba la piel. Su descripción de la rehabilitación era aún más dura: la pérdida de la intimidad, la dependencia, el dolor físico y, sobre todo, la batalla por conservar la dignidad. Y, sin embargo, detrás de esa crudeza, lo que quedaba era una lección de fuerza. Ella había sobrevivido. Había aprendido a recorrer su nueva vida, aunque ese camino fuera distinto.
Me revolvía en la cama, intentando acomodar la almohada como si así pudiera también acomodar mis pensamientos. Pero era inútil: lo que había vivido esta tarde no era algo para digerir de golpe, sino para dejar que se asentara con el tiempo.
En medio de todo, había una certeza que me daba paz: yo estaba ahí. En sus días buenos, en los malos, en los que eran una mezcla de ambos. Adriana no tenía que enfrentar sola esa carga invisible que a veces pesaba más que cualquier barrera física. Yo no podía devolverle lo perdido ni resolverle la vida, pero podía estar. Podía escucharla, acompañarla en un café, sostenerla con mi presencia. Eso, aunque pequeño, tenía un valor inmenso.
Me descubrí agradecido. No solo por lo que ella me daba —su confianza, sus palabras, sus silencios—, sino también por lo que me permitía descubrir de mí mismo. Había en mí una paciencia que desconocía, una ternura que rara vez me atrevía a mostrar, una forma de estar presente que solo con ella estaba aprendiendo a ejercitar. Tal vez por eso, aunque sus confesiones fueran duras, yo no me sentía abrumado, sino enraizado. Como si este vínculo me estuviera enseñando a ser alguien mejor.
Miré el reloj: pasaban ya de las dos de la madrugada, pero no sentí ansiedad ni preocupación. Me bastaba con quedarme despierto un poco más, repasando cada gesto de la tarde: su voz quebrada en ciertos instantes, la manera en que me miró al agradecerme, la foto enmarcada que descubrí casi por casualidad y que me dejó con un nudo en la garganta.
Sonreí en la oscuridad. Tal vez no era común sentirse agradecido después de escuchar un relato tan doloroso, pero eso era lo que me pasaba. Estaba agradecido porque Adriana me dejaba entrar en su vida, porque confiaba en mí lo suficiente como para mostrarme sus heridas. Ella me había abierto una puerta que mantenía cerrada al resto del mundo, y el simple hecho de estar ahí, de ser digno de su confianza, me hacía sentir honrado de una forma que nunca antes había experimentado.
Con ese pensamiento, y con el cansancio finalmente imponiéndose, me dejé llevar poco a poco. La última imagen que tuve antes de dormirme fue la de su sonrisa, frágil pero luminosa, y la certeza silenciosa de que estaba bien que fuera yo quien la acompañara.
Al día siguiente, me levanté con una determinación nueva. No podía cambiar el pasado de Adriana, pero podía estar en su presente. Si quería ser el apoyo que ella necesitaba, tenía que empezar por mí mismo. No podía seguir descuidándome en la universidad. Si ella había encontrado la manera de reinventarse después de tanto dolor, ¿cómo no iba yo a intentar hacerlo en algo tan sencillo como mis clases? Las bajas calificaciones no eran solo un número; eran una señal de que estaba dejando que mi fascinación por Paula me desconectara de lo que realmente importaba. Decidí enfocarme más. No por obligación, sino por mí, por no decepcionarme a mí mismo.
Después de desayunar, le escribí Adriana:
«Hola, Adri. ¿Cómo estás hoy? Si necesitas algo, aquí estoy».
La respuesta llegó minutos después:
«Muy bien, Sebas. No sabes cuánto bien me hizo que vinieras ayer. Te quiero».
Y con eso, el día empezó con una sonrisa.
Pasé la mañana con mi familia, disfrutando el ancla de la normalidad en casa. Redescubrí esa paz sencilla que había olvidado: la paz que no viene de la ausencia de problemas, sino de la certeza de que has enfrentado una verdad difícil y has decidido quedarte. Adriana me había mostrado su vulnerabilidad; yo, a cambio, le había dado mi compromiso de ser una presencia firme en medio de su tempestad. Y con esa balanza equilibrada, me sentía en calma.