En sus ojos, mi secreto

49. El peso de lo no dicho

Caminaba por una calle que se me hacía familiar, aunque no sabría decir de cuándo. Tras unos pasos, llegué a una plaza con árboles enormes, cuyas hojas caían en cámara lenta, como si el aire pesara más de lo normal.

Adriana estaba allí, en su silla de ruedas, esperándome frente a una fuente que brotaba luz en lugar de agua. Me saludó con la mano apenas me vio, y yo me acerqué sin dudar.

Llevaba el cabello suelto, más desordenado que de costumbre, y un vestido de color menta que el viento movía como si también respirara. Sus pies estaban descalzos y sus uñas pintadas del mismo color que su vestido. Me senté a su lado.

Me miró con una dulzura extraña, una tristeza serena, como la de alguien que aprendió a convivir con el dolor sin dejarse vencer. Apoyó su cabeza en mi hombro. Su piel olía a jabón neutro y a sol.

Yo quería decirle algo —no sabía bien qué—, pero al abrir la boca, mi voz no salió.

Nos quedamos así, en silencio, mientras las hojas seguían cayendo a nuestro alrededor, lentas, como si los árboles nevaran a su modo. No me pregunté por qué estábamos ahí. No intenté entenderlo. Solo sentía su cercanía, tranquila y real.

Luego, sin decir palabra, comenzamos a movernos. Yo caminaba a su lado y ella impulsaba las ruedas sin esfuerzo, como si flotara. Yo tampoco sentía el suelo bajo mis pies. La gente nos saludaba al pasar, pero ninguno tenía rostro. De algún lugar lejano llegaba una música suave, como si viniera del cielo. No había miedo, solo una extraña paz.

Al final del camino apareció un muelle que daba a un mar completamente blanco.

Adriana se detuvo y me miró con una ternura que me atravesó el pecho.

—¿Sabes qué es lo único que no flota? —me preguntó.

Negué con la cabeza.

—Las cosas que uno no dice —susurró.

Seguimos avanzando hacia el mar, y antes de que el agua —o lo que fuera aquello— nos tocara, desperté.

Eran las 4:17 de la madrugada. El cuarto estaba en penumbra. Afuera llovía.

Aún sentía el peso leve de su cabeza en mi hombro, como si la frontera entre el sueño y la vigilia se hubiera disuelto.

Y su frase, como una espina blanda, se quedó conmigo:

«Las cosas que uno no dice…»

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La clase de Sistemas Organizacionales transcurría como si alguien hubiera silenciado el mundo. El profesor explicaba modelos de eficiencia, mostraba diagramas de flujo y hablaba del equilibrio entre recursos y procesos, pero yo solo veía líneas y flechas que se entrelazaban sin sentido. En mi cuaderno había más garabatos y fórmulas inconclusas que apuntes útiles: ecuaciones que no llevaban a ninguna parte, oraciones que se disolvían a la mitad.

La frase del sueño regresaba cada pocos minutos, insistente, como un zumbido del que no podía liberarme: «¿Sabes qué es lo único que no flota? Las cosas que uno no dice».

Mientras el aula entera discutía sobre estructuras jerárquicas y cultura organizacional, yo imaginaba cómo podía desarrollarse la conversación con Adriana si me atrevía a hablar. En mi cabeza se desplegaban posibilidades como escenas breves, cada una más incierta que la anterior.

Podía verla sonreír, tranquila, como si ya lo supiera, como si no hubiera nada que explicar. O podía verla fruncir el ceño, confundida, tratando de entender qué le estaba diciendo. También existía la versión más temida: esa en la que su rostro se endurecía y nuestra amistad quedaba hecha pedazos imposibles de pegar. Y luego estaba el escenario más silencioso de todos: el de no decir nada. Vivir con el secreto en el pecho, fingiendo normalidad, y pasar los años preguntándome si hice bien o si me escondí como un cobarde.

Respiré hondo, pero el aire no alivió la presión en mi pecho. Ni siquiera tenía claro qué quería decirle exactamente. ¿Que había algo en mí que siempre se había sentido atraído por personas como ella? ¿Que ya había empezado a notar este patrón incluso antes de su accidente? ¿Que todo lo que sentía no era solamente empatía o curiosidad, sino algo más profundo… y sí, extraño?




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