Nunca había sentido un miedo tan extraño. No era ese susto breve de un examen sorpresa, ni la adrenalina de una montaña rusa; era algo más hondo, como llevar una piedra en el pecho que no me dejaba respirar del todo. Pero debajo de ese temor había una certeza firme: no podía seguir callando. Si me echaba para atrás ahora, quizás nunca tendría el valor de intentarlo de nuevo.
Encendí el computador casi por inercia y abrí Facebook. Adriana estaba conectada. Me quedé mirando el punto verde junto a su nombre, dudando. Era como si fuera una puerta entreabierta y, al mismo tiempo, una trampa.
Tomé aire y escribí:
«Hola, Adri. ¿Cómo has estado? Hace tiempo que no hablamos bien».
«Hola, Sebas 😊 Bien, gracias. Bastante ajetreada con el colegio, como siempre. ¿Y tú? ¿Cómo va la U?»
«Avanzando… y sobreviviendo a los trabajos de Ingeniería. Creo que ya empiezo a reconocer las ojeras como parte de la carrera».
«Jaja, eso no cambia. Pero seguro estás aprendiendo un montón».
«Eso sí, aunque todavía me pierdo entre tantas fórmulas».
«Eso suena muy tú 🙈»
Sonreí frente a la pantalla. Hablar con ella siempre tenía ese efecto de calma, como volver a casa después de un día largo. Pero el motivo por el que le había escrito no me dejaba tranquilo. No podía quedarme en la charla ligera.
«Oye, el día que fui a tu casa te prometí que te iba a visitar más seguido, ¿te acuerdas? Y aún no cumplo. ¿Crees que pueda pasar por tu casa esta semana?»
Tardó unos segundos en contestar. El cursor parpadeaba como si midiera mi ansiedad.
«Claro, me encantaría 😊 ¿Cuándo pensabas venir?»
«¿El sábado en la tarde te queda bien?»
«Perfecto. Me muero de ganas por invitarte un café ☕»
«Hecho. Tú pones el café y yo llevo galletas 😋»
Nos despedimos y cerré el chat con las manos un poco temblorosas. El hecho de tener día y hora me revolvía el estómago, pero también me daba una extraña calma: la decisión estaba tomada.
Me quedé mirando la pantalla apagada. Sábado en la tarde. Mi corazón latía a un ritmo irregular, como si intentara advertirme de algo.
—No voy a echarme para atrás —murmuré.
Y por primera vez, esa frase no sonaba como una amenaza, sino como una promesa.
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El taxi avanzaba despacio por la avenida, pero mi cabeza iba a toda velocidad. Las palabras se atropellaban unas a otras, ensayando frases que sonaban forzadas en cuanto las pensaba.
«Adriana, hay algo que quiero contarte desde hace tiempo…»
No, sonaba como si estuviera a punto de confesar un crimen.
«Adri, eres una de las personas más importantes en mi vida, y por eso quiero ser completamente honesto contigo…»
Demasiado solemne. Sonaba como si fuera a leerle un comunicado.
«Quería que supieras algo sobre mí…»
Tampoco. Parecía confesión de novela barata.
Suspiré, apoyando la cabeza contra la ventanilla. El vidrio estaba tibio por el sol. Afuera, la ciudad hacía su ruido habitual: bocinas, vendedores ambulantes, el rugido distante de un furgón. Todo sonaba lejano, como si alguien le hubiera bajado el volumen al mundo para que solo escuchara mi propia voz repitiendo frases que no terminaban de convencerme.
Intenté algo diferente:
«Sé que esto puede sonar raro, pero quiero que entiendas que no cambia nada sobre cómo te veo. Eres mi amiga, y te valoro por lo que eres…»
Bien, sonaba razonable. Pero, ¿bastaría? ¿Y si sentía que la estaba usando?
La voz de Pablo me vino a la cabeza, casi como una advertencia amable: «Siempre existe ese riesgo».
Tragué saliva. Miré mi reflejo en la pantalla apagada de mi celular: ojeras marcadas, expresión tensa. «Buen aspecto para dar malas noticias», pensé con ironía.
«Adri, hay algo que nunca te he dicho porque tenía miedo de perder tu amistad. Me atraen las mujeres con discapacidad. No sé por qué, simplemente es así. Pero quiero que sepas que no cambia lo que siento por ti como amiga, ni lo que significas para mí».
Me interrumpí a mí mismo. ¿Demasiado directo? ¿Demasiado pronto? ¿Y si solo se quedaba callada? ¿Y si me miraba con decepción?
El taxi frenó en un semáforo. Una pareja cruzó la calle cargando bolsas de supermercado, completamente ajenos a mi pequeño colapso interior.
Me pasé la mano por el cabello. Una vez más la frase de aquel sueño apareció sin invitación: «¿Sabes qué es lo único que no flota? Las cosas que uno no dice».