La mañana del lunes siguiente me encontró en el bus rumbo a la universidad, con la cabeza apoyada contra la ventana empañada. La ciudad pasaba en fragmentos: vendedores ambulantes en las esquinas, estudiantes medio dormidos esperando transporte, taxis que tocaban la bocina como si compitieran por quién podía hacer más ruido. Todo era igual, pero yo no.
Sentía como si hubiera dejado un peso enorme en la casa de Adriana. O mejor dicho: como si por fin me hubiera quitado una mochila que estaba cargando sin darme cuenta de cuánto pesaba.
Sentía un calor raro en el pecho, como si el abrazo de Adriana siguiera ahí, instalado.
Durante días había imaginado la confesión con todos los finales posibles: que se enojara, que me apartara, que nuestra amistad se rompiera en mil pedazos. Había ensayado excusas, frases para suavizarlo, incluso formas de pedir perdón si me decía que no quería volver a verme. Pero nada de eso ocurrió. Adriana escuchó, entendió y me trató con una calma que todavía me asombraba.
El bus se detuvo y bajé con el resto de la gente. Caminé despacio desde la estación hacia la universidad, con el sol tibio dándome en la cara. Pasé frente a una panadería y me llegó el olor del pan recién horneado. Un niño pequeño salió corriendo con una bolsa de papel en la mano, riendo, y su madre detrás fingiendo que no podía alcanzarlo. Era una escena mínima, pero me hizo pensar en lo simple que puede ser la vida cuando no la complicamos tanto con miedos imaginarios.
La voz de Adriana volvía a mí, tranquila y firme: «No vas a perderme por ser sincero». Esas palabras flotaban en mi cabeza como un mantra.

Me detuve un momento frente a una vitrina y vi mi reflejo. Sonreí sin querer, y eso me sorprendió: hacía tiempo que no sonreía así, sin forzarlo.
Seguí caminando, dejando que mis pasos marcaran un ritmo tranquilo. Pensaba en lo que esa conversación significaba: no solo que Adriana aceptara mi confesión sin juzgarme, sino algo más grande: significaba que podía ser honesto conmigo mismo sin que eso destruyera mis relaciones. Que había personas capaces de escuchar antes de condenar.
Adriana no solo no se alejó, sino que me agradeció por hablar. Lo hizo con la serenidad de quien confía en su propio juicio, en su forma de leer a las personas. Me pregunté si algún día yo podría tener esa calma, esa madurez para escuchar una verdad incómoda y responder sin dramatismos ni miedo.
Al final, lo que más me conmovía no era que Adriana me hubiera entendido, sino que me había tratado con el mismo cariño de siempre. Como si este secreto no definiera quién soy, sino que solo fuera una parte más de mí.
Llegando a la entrada de la universidad, respiré hondo. El ruido de la ciudad seguía igual, pero dentro de mí todo se sentía distinto. Adriana tenía razón: no había nada que temer.
Y mientras cruzaba el campus, con el sol filtrándose entre los árboles, supe que aquella conversación no era un final, sino un comienzo. No solo para mi amistad con Adriana, sino para la forma en que iba a caminar por el mundo: un poco más libre, un poco menos asustado.
La mañana transcurrió sin sobresaltos. Me sorprendí a mí mismo siguiendo la clase con atención, sin que la mente se me escapara cada cinco minutos como solía pasar. Tomé apuntes casi sin esfuerzo, como si mi cabeza tuviera más espacio para concentrarse.
En medio de la explicación, el profesor lanzó una pregunta difícil y, sin pensarlo mucho, levanté la mano. No lo hice por destacar; simplemente me salió natural. Respondí y seguí escuchando como si nada. Antes, un gesto tan pequeño me habría hecho sentir expuesto, como si todos me estuvieran mirando. Hoy no.
Al terminar, salí al pasillo y me encontré con Mariana y Andrés. Caminamos juntos hacia la cafetería, hablando del parcial del viernes y de un trabajo en grupo que nadie quería empezar.
—Te ves menos ojeroso —comentó Mariana de pasada, mientras hacíamos fila. No dijo más, y yo tampoco respondí con nada especial, solo una sonrisa ligera.
Nos sentamos a comer algo rápido. Reímos por una anécdota absurda de Andrés, y por un momento me di cuenta de que no estaba fingiendo la risa. No había ese peso silencioso que siempre estaba ahí, como un ruido de fondo.
