En sus ojos, mi secreto

52. La quietud más hermosa

El martes amaneció inusualmente caluroso, de esos días en que el sol parece olvidarse de que está en Bogotá. Caminaba por el pasillo del edificio de Economía, cuando vi a Paula estacionada junto a una columna, revisando su celular. Nunca me había fijado mucho en su calzado; siempre tenis, siempre ese aire práctico que parecía decir «no pierdo tiempo en estas cosas». Pero hoy llevaba unas sandalias planas, de tiras finas, y por alguna razón me quedé mirándolas un segundo más de lo necesario. No fue algo planeado, más bien un latigazo, como si de repente una parte de mi cerebro se activara sin consultarme.

Levantó la vista, y sonrió al verme.

—¡Sebas! —dijo, guardando el teléfono— ¿Vas para clase?

—Todavía no, tengo un hueco de una hora —respondí, mientras me sentaba junto a ella en la banca del pasillo.

Los pies de Paula parecían de porcelana. Delicados, casi perfectos, con la piel suave, pálida, sin la marca de los pasos o del esfuerzo. Supuse que era por la falta de movimiento, pero en ese momento no me puse a analizar nada. Solo sentí un vuelco en el estómago, esa sensación familiar que ya había aprendido a reconocer: la chispa de mi devotismo, tan inmediata como involuntaria.

Respiré hondo, intentando que no se notara lo que pasaba por mi cabeza.

—¿Y ese cambio de look? —dije con una sonrisa, procurando que sonara natural, como si no le hubiera dado importancia.

Ella dejó escapar una leve sonrisa y se encogió de hombros.

—Con este calor, eran lo más cómodo para hoy.

Asentí un poco apresurado.

—Te quedan bien —solté, y lo dije con sinceridad.

Tuve que apartar la vista antes de que ella notara cuánto estaba mirando.

—Gracias —respondió con esa sonrisa amplia que siempre tenía, esa mezcla de simpatía y picardía que hacía que todo pareciera un juego.

—Oye, —añadió enseguida— ¿ya viste que nos cambiaron la fecha de la exposición de Narrativa otra vez?

El cambio de tema me vino como un salvavidas. Me aferré a él con todas mis fuerzas.

—Sí, justo lo vi anoche. Nos están volviendo locos con eso.

—Totalmente —dijo ella, rodando los ojos—. Por mí mejor, la verdad. No había hecho nada todavía.

La conversación siguió por terrenos seguros: tareas, profesores, algún chisme de la universidad. Yo reí varias veces, relajándome poco a poco, pero ese primer impacto seguía ahí, como una chispa escondida en el fondo.

A veces, mientras hablábamos, sentía el impulso de volver a mirar sus pies, aunque intentaba contenerlo. Era una lucha casi física, una especie de tirón invisible que me obligaba a desviar la vista por un instante. En uno de esos descuidos, ella me sorprendió y nuestras miradas se cruzaron.

Paula no dijo nada. Solo sonrió, con una suavidad que tenía algo de complicidad, como si hubiera entendido más de lo que yo hubiera querido mostrar.

Sentí el calor subirme al rostro, y desvié la mirada de inmediato. Pero ella, sin perder la naturalidad, siguió hablando de una anécdota con sus amigas, como si nada hubiera pasado. Ese gesto, su decisión de no hacerme sentir incómodo, me desarmó.

Hacía rato era consciente de que me gustaba Paula: disfrutaba hablar con ella, me atraía su energía directa y sin filtros, y, lógicamente, también el hecho de que usara silla de ruedas, aunque me costara admitirlo. Pero ahora, al ver sus pies inmóviles, con esa suavidad casi irreal, sentí algo distinto: una atracción más visceral, una corriente que me recorría el cuerpo. No pensé, solo sentí. Era una mezcla de ternura y deseo, algo que me desarmaba y me dejaba sin defensas.

Salimos juntos del edificio y nos dirigimos a la cafetería. El sol estaba fuerte, y Paula bromeaba sobre lo poco que aguantaba el calor. En el comedor nos encontramos con otros dos compañeros de la clase de Narrativa, y los cuatro almorzamos juntos. Paula llevaba la conversación con su energía habitual, saltando de un tema a otro: una serie que estaba viendo, un meme que se había hecho viral, los planes para el fin de semana. Yo participaba, reía, hacía algún comentario, sintiéndome cómodo.

Me sorprendía lo fácil que era hablar con ella cuando no pensaba demasiado. En esos momentos, el devotismo no era una voz insistente, solo un murmullo de fondo. Y eso, de algún modo, me tranquilizó. No todo tenía que ser complicado.

Cuando terminamos de almorzar, cada quien tomó su camino. Me dirigí al aula con la mochila al hombro, repasando la conversación. Había sido agradable, sencilla. Nada que me obligara a hacerme preguntas difíciles. Aunque la imagen de sus pies todavía rondaba en mi cabeza, y sabía que no se iría fácilmente, intenté hacerme a la idea de que era posible simplemente disfrutar de la compañía de Paula, sin dramatizar, sin intentar descifrar cada emoción como si fuera un código secreto.




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