En los días que siguieron, me descubrí pensando demasiado en cosas que, en teoría, no deberían importarme tanto. La imagen de Paula riendo, sentada en su silla de ruedas con naturalidad, el brillo delicado de sus pies, tan frágiles y tan bellos, asomando bajo el sol de la tarde. Había algo en ella que volvía una y otra vez, con la insistencia incómoda de lo que no se elige. Desde entonces, algo en mí permaneció en vilo, suspendido entre la curiosidad y el deseo, entre la fascinación y el pudor. No era solo atracción: era una inquietud más honda, como si hubiera cruzado sin querer una frontera invisible. Y lo que más me desconcertaba no era lo que había sentido, sino la sospecha de que Paula lo había notado, y que, lejos de incomodarle, lo dejaba flotar en el aire con una especie de complicidad silenciosa.
Habíamos quedado de vernos en la biblioteca el lunes por la tarde para avanzar con el trabajo de Narrativa. Llegué unos minutos antes, quizás para ganar tiempo: para calmarme, o para ensayar esa naturalidad que siempre se me quedaba a medio camino. Sentía una ansiedad leve, casi imperceptible, como si esperara que algo fuera a repetirse sin saber exactamente qué.
El silencio de la biblioteca era casi táctil, apenas roto por el paso de las páginas y el tecleo de los portátiles. Me senté junto a una ventana donde la luz de la tarde caía suavemente sobre los libros abiertos. Intenté concentrarme en los apuntes, pero mi mente no obedecía. Pensaba en Paula, en su forma de mirar, en la sensación incómoda —pero también irresistible— de saber que, de algún modo, ella había percibido mi desconcierto en los últimos días.
Cuando la vi aparecer entre los estantes, sentí una pequeña sacudida. Avanzaba con su soltura habitual, empujando la silla con movimientos seguros, fluidos, como si su presencia reorganizara el silencio del lugar. Me saludó con una sonrisa breve, y el sonido de las ruedas acercándose me resultó extrañamente familiar, casi íntimo.
—¿Hace mucho llegaste? —preguntó, mientras acomodaba la mochila detrás del respaldo.
—Unos minutos —respondí, procurando que la voz no me temblara.
Dejó sobre la mesa una carpeta llena de hojas, bolígrafos y su celular con una carcasa color vino. Al inclinarse ligeramente para sacar un cuaderno, mi mirada se desvió, casi sin permiso, hacia sus pies. Tenía las uñas pintadas de un tono coral suave, cuidadas, discretas, pero con un brillo que atrapaba la luz. Fue apenas un instante, y sin embargo bastó para que aquella chispa volviera a recorrerme, esa corriente muda donde se mezclaban el deseo, la curiosidad y algo parecido a la ternura.
Intenté concentrarme en el texto que debíamos analizar, pero mi mente insistía en volver a ese detalle. El color parecía escogido con intención: no demasiado llamativo, pero imposible de ignorar. Y yo, por más que quisiera, no podía fingir indiferencia.
El silencio entre los dos se alargó unos segundos, hasta que sentí que debía decir algo, aunque no supiera exactamente por qué.
—Te pintaste las uñas —dije al fin, y mi propia voz me sonó más torpe de lo que quería.
Paula alzó la mirada con una media sonrisa que no supe interpretar.
—¿Te diste cuenta? —preguntó, fingiendo sorpresa.
—Difícil no hacerlo —contesté, intentando no delatarme.
Ella se inclinó un poco hacia adelante, apoyando el codo en la mesa.
—¿Y qué opinas? —dijo, en un tono que rozaba lo coqueto, pero sin cruzar el límite.
Tardé un instante en responder.
—Creo que se te ven lindas —respondí, bajando la vista al cuaderno, como si necesitara esconderme ahí.
Paula soltó una risa breve, ligera, casi musical.
—Ay, gracias, Sebas —dijo, y volvió la vista a las hojas—. Bueno… ahora sí, empecemos, que este trabajo no se va a escribir solo.
Asentí, fingiendo atención, pero su voz se volvió una cadencia difusa, un murmullo que se mezclaba con el golpeteo de los teclados. En mi mente seguía flotando la imagen de sus pies bajo la mesa, el esmalte coral brillando en penumbra. Y no pude evitar pensar que, si realmente hubiera querido que lo notara, entonces algo entre nosotros —una tensión, un juego, una promesa— acababa de empezar.

Paula empezó ahojear sus notas con la concentración minuciosa de quien busca una cita exacta. Su frente se fruncía apenas, y el bolígrafo se movía entre sus dedos con precisión casi matemática. Yo intentaba mantener la vista en la pantalla del portátil, estructurando el documento, pero no podía evitar distraerme. Había algo hipnótico en su modo de inclinarse sobre la mesa, en la calma con que pasaba las hojas, en la delicadeza de cada gesto.