Durante el resto de la semana, la sensación de calma no terminaba de instalarse en mí. Intentaba concentrarme en los trabajos o distraerme con cualquier otra cosa, pero mi mente seguía orbitando alrededor de Paula. Su risa, tan franca y contagiosa. Esa forma suya de mirarme cuando decía algo que me descolocaba. Había en ella una mezcla que me atraía y, al mismo tiempo, me hacía retroceder un paso.
No podía negarlo: su discapacidad despertaba algo profundo en mí, algo que ya había aprendido a no disfrazar ni reprimir. Pero no era solo eso. Me gustaba su ironía ligera, la seguridad con la que tomaba decisiones, la manera en que convertía lo cotidiano en un gesto suyo, único. Sin embargo, bajo todo eso, había una fricción: nuestras formas de ver el mundo parecían correr por carriles distintos, y no sabía si eso era una advertencia o un simple ruido que debía aprender a ignorar.
Recordé la primera vez que percibí esa diferencia: aquella anécdota del profesor de contabilidad. Ella la contó riendo, con una ligereza que me desconcertó. Yo, en cambio, sentí que nuestras maneras de pensar no estaban construidas sobre los mismos cimientos. Y quizá por eso me impactó tanto. En ese momento ya era consciente de que me gustaba, y sin embargo, esa distancia me dejaba sin suelo. Quería entenderla, pero temía que hacerlo implicara renunciar a una parte de mí.

Pensé entonces en Adriana: su empatía y la confianza que habíamos construido hacía que siempre recurriera a ella cuando necesitaba un consejo. Pero había un obstáculo evidente: ella no sabía que yo era devotee. Y si se lo contaba solo para explicarle por qué me atraía Paula, corría el riesgo de que todo sonara mal, distorsionado, incluso enfermizo.
Aun así, esa duda fue el empujón que necesitaba. Si de verdad quería ser honesto con alguien, tenía que empezar por confesar aquello. Y lo hice. Aquella conversación con Adriana cambió algo: por primera vez hablé en voz alta de lo que hasta entonces había guardado en silencio. Ella me escuchó sin escándalo ni pena, con esa serenidad que solo tienen quienes comprenden antes de juzgar.
Ahora, de alguna manera, sentía que había cerrado ese círculo. Ya no tenía excusas para quedarme callado.
Miré el teléfono sobre el escritorio. Dudé unos segundos, con el pulgar suspendido sobre la pantalla. Le envié el mensaje a Adriana, y mientras esperaba su respuesta, me quedé pensando nuevamente en Paula: en sus uñas coral reluciendo bajo la luz de la biblioteca, en la mezcla de inocencia y desafío que había en su mirada. Y también en mi propia confusión, en esa frontera incierta entre lo que me atraía y lo que me inquietaba.
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La cafetería estaba tranquila a esta hora de la tarde. El murmullo suave de las conversaciones y el golpeteo intermitente de las cucharitas contra las tazas creaban un fondo agradable. Me senté en una mesa junto a la ventana, pedí un café y me quedé mirando el reloj, esperando que apareciera Adriana. Esta vez no tenía miedo, tenía ganas de hablar.
La vi entrar pocos minutos después, rodando entre las mesas con esa calma suya, sin prisa, sin pretensión, como si cada gesto tuviera su propio equilibrio. Siempre me había impresionado eso de ella: la naturalidad con la que ocupaba su espacio, la forma en que parecía reconciliada con todo.
—Hola, Sebas —me saludó con una sonrisa.
—Hola, Adri —respondí, inclinándome para darle un beso en la mejilla.
—¿Qué pasó, que me citas en plan conspiración? —preguntó con un gesto divertido.
—Necesitaba hablar contigo con calma —respondí.

Ella pidió un té; yo cambié de idea y pedí un capuchino. Cuando el mesero se alejó, Adriana me miró con esa mezcla suya de paciencia y curiosidad.
—Te escucho.
Tragué saliva.
—Es sobre… alguien —empecé—. Se llama Paula. Coincidimos en una electiva este semestre.
Ella asintió en silencio, invitándome a seguir.