Salimos de la clase de Narrativa justo cuando el sol empezaba a pegar con fuerza. Paula propuso ir al kiosco frente al edificio de Ciencias, famoso por sus sándwiches absurdamente buenos. Compramos uno cada uno y buscamos un banco cercano, mientras la corriente de estudiantes pasaba como un río ruidoso a pocos metros.
—¿Ya sabes qué vas a hacer en vacaciones? —preguntó Paula, arrancando el papel de su sándwich con entusiasmo—. Mis amigas y yo estamos viendo si organizamos un viaje a la playa. Hotel, piscina, fiesta… lo típico.
—Suena bien —respondí, aunque mi tono sonó más plano de lo que pretendía.
—¿Y tú? —me miró con una sonrisa burlona— Seguro que también vas a hacer algo intenso.
Negué con la cabeza, riendo un poco.
—Justo lo contrario. Creo que en vacaciones voy a ir al campo, a la finca de mis tíos. Quiero desconectarme un rato. Pasar los días sin redes sociales, pasear por ahí, leer… cosas sencillas.
Paula abrió los ojos como si le hubiera dicho que planeaba irme a un monasterio.
—¿Sin redes? ¿De verdad? Yo me vuelvo loca. ¿Qué haces todo el día allí?
—Pues… nada. Esa es la idea. Despertar sin alarmas, salir a ver el amanecer, comer lo que cocinen mis tías. Es como bajar el volumen a todo.
Ella sonrió, pero había un hilo genuino de incredulidad en su expresión.
—Yo no podría. Yo necesito movimiento, gente, ruido. Si no pasa nada emocionante, siento que pierdo el tiempo.
—¿Y si la emoción está en que no pase nada? —pregunté en tono ligero, sin ánimo de discutir.
Ella rió, sacudiendo la cabeza.
—No, no, no. Eso es muy zen para mí. Además, si no hay señal… ¿Cómo sabe la gente que la estás pasando bien?
—Tal vez no tienen que saberlo —respondí, encogiéndome de hombros.
—Sebas, eres un caso perdido —dijo, divertida—. Te vas a convertir en ermitaño.
Seguimos hablando de viajes. Ella contaba planes de festivales, escapadas improvisadas, noches con música fuerte. Yo sonreía, hacía preguntas, pero sentía que nuestras ideas iban por caminos paralelos. No era que una fuera mejor que la otra, simplemente… diferentes.
Y en medio de su entusiasmo chispeante recordé las preguntas de Adriana: ¿Puedes imaginar una relación a largo plazo con esta persona? ¿Comparten formas de ver la vida? ¿Qué pasará cuando la emoción inicial baje?
Miré a Paula mientras hablaba y una sensación extraña me recorrió. Me seguía pareciendo atractiva, sí, pero ya no con la misma intensidad. Era como si la chispa que antes me inquietaba ahora titilara más lejos, cubierta por un velo suave.
—¿No te aburrirás allá tú solo, sin nadie de tu edad? —preguntó de pronto, sacándome de mis pensamientos.
—Puede ser. Pero a veces necesito silencio para ordenar la cabeza.
Paula hizo una mueca juguetona.
—Definitivamente, tú y yo somos de planetas diferentes. Yo necesito ruido para sentirme viva.
—Y yo necesito silencio para no volverme loco —respondí, sonriendo.
La charla cambió de tema: hablamos de una materia difícil, de un rumor sobre un profesor, de un meme que ambos habíamos visto. Reímos varias veces. Yo seguía sintiéndome bien con ella, pero era un «bien» distinto: antes cada gesto suyo me parecía una señal; ahora todo caía con suavidad, sin peso adicional.

Cuando el reloj marcó la 1:50, nos dirigimos de vuelta a clase. Nos despedimos frente a la facultad de Ciencias Económicas.
—Nos vemos mañana, Sebas —dijo, refiriéndose al trabajo de Narrativa.
—Nos vemos, Pau.
Mientras la veía rodar hacia el interior del edificio, mi mente empezó a repasar la conversación. No había pasado nada malo. No hubo tensiones. Y aun así… algo dentro de mí se estaba moviendo, como si una pieza que llevaba semanas floja finalmente hubiera decidido desprenderse.
La atracción seguía ahí, pero no con la misma fuerza. Era como si mi mente empezara a poner distancia sola, sin pedírselo. Y por primera vez, no intenté evitarlo.
Seguí mi camino hacia el bloque de Ingeniería. Mientras cruzaba la plazoleta, alguien me llamó:
—¡Sebas! —era Mariana, con una carpeta llena de apuntes bajo el brazo.
—¡Hola! —me acerqué, y caminamos juntos unos metros—. ¿Cómo vas?
—Sobreviviendo a Álgebra —dijo con una risa resignada—. ¿Y tú?