Salí del edificio de Ingeniería con la mochila al hombro. El día estaba soleado y el campus lleno de movimiento: estudiantes que entraban y salían de los edificios, un grupo improvisando música cerca de la fuente, gente comiendo helado. Me detuve un segundo a saludar a un compañero, y entonces vi a Paula frente a la cafetería, hablando animadamente con otras dos chicas.
—¡Sebas! —me llamó, levantando la mano con esa energía suya tan espontánea.
—¡Hey! —respondí, acercándome. Ella se despidió rápido de sus amigas y empezó a avanzar hacia mí con naturalidad.
—¿Cómo vas?
—Bien, estudiando lo justo para no quedarme dormido —dije, sonriendo.
—¿Vas a almorzar ahora? —preguntó mientras ajustaba la mochila sobre sus piernas.
—Sí, tengo hueco hasta las dos.
—Perfecto. Vamos a la cafetería, que hoy no quiero comer sola —dijo sin dramatismo, como quien invita porque le nace.
La acompañé. La cafetería estaba llena, con ese caos normal del mediodía. Nos pusimos en la fila.
—¿Qué vas a pedir? —me preguntó, mirando el menú pegado a la pared.
—El corrientazo. Ya me resigné a comer arroz con cualquier cosa todos los días.
—Sebas, eres un mártir —rió—. Yo voy por empanadas, aunque digan que no alimentan.
Pidió tres empanadas y un jugo de maracuyá. Yo me quedé con el menú del día: arroz, fríjoles, carne y ensalada. Nos ubicamos en una mesa cercana y la conversación fluyó sola: un rumor sobre un profesor que iba a renunciar, la serie nueva que estaba viendo, un meme que se había hecho viral.

Durante la charla, noté que ya no estaba pendiente de cada gesto suyo. No me importaba cómo llevaba el pelo ni qué color de esmalte tenía. No había ese nerviosismo absurdo de antes, como si cada palabra importara demasiado. Era simplemente… agradable. Como conversar con cualquier otro amigo.
—¿Viste que aplazaron el parcial de Narrativa? —dijo, mordiendo su segunda empanada.
—Sí, menos mal. No había estudiado nada.
—Yo tampoco. Aunque igual seguro lo paso —sonrió, segura de sí misma.
—Como siempre —dije, rodando los ojos con humor.
Mientras hablábamos de tonterías y el tiempo se nos iba sin darnos cuenta, pensé que con Paula todo era sencillo: risas, comentarios rápidos, historias que hacían llevadera la rutina. No era alguien a quien le confiara mis miedos más hondos ni ante quien me mostrara frágil, pero eso no hacía que la compañía perdiera valor. Había algo refrescante en compartir momentos ligeros, en reír sin pensarlo demasiado, en disfrutar de una amistad que no exigía más de lo que era.
Cuando el reloj de la cafetería marcó la 1:50, Paula guardó el celular en su bolso y desbloqueó los frenos de su silla.
—Tengo clase en la facultad de Comunicación. ¿Tú?
—Sistemas Organizacionales, en Ingeniería.
Salimos juntos entre el murmullo del mediodía, atravesando el corredor donde las voces, las risas y los pasos parecían mezclarse en un mismo ritmo. Paula saludaba a medio mundo con su desparpajo habitual; yo simplemente caminaba a su lado, sin prisa.
Al llegar a la intersección donde nuestros caminos se separaban, levanté la mano a modo de despedida.
—Nos vemos mañana, Pau.
—Listo, cuídate —dijo, mientras se dirigía hacia la rampa.
La vi alejarse entre la multitud. Sonreí, pero era una sonrisa distinta, sin el nudo en el estómago de otras veces. Seguía siendo Paula: brillante, divertida, magnética. Solo que ahora la veía sin el filtro de la expectativa.
Mientras caminaba hacia mi clase, la escena se repetía en mi mente. La risa de Paula, su manera de hablar sin rodeos, el ruido de las ruedas de su silla sobre el asfalto. Por primera vez, todos esos detalles no tenían el mismo peso que antes. Ya no me hacían sentir ansioso, ni me llevaban a un laberinto de preguntas sobre lo que sentía o lo que quería. Eran solo parte de ella, como su voz o la forma en que movía las manos al hablar.
La voz de Adriana se repetía en mi cabeza como un eco. «¿Puedes imaginar una relación a largo plazo con esta persona?» Mi mente había respondido en automático: no. No como pareja. Paula y yo vivíamos en sintonías diferentes, y lo que antes me intrigaba ahora se sentía como una barrera natural.
Me di cuenta de que mi atracción por ella no era por quien era, sino por lo que representaba para mí: un impulso, una idea, un eco de mi devotismo. Pero una idea no puede sostener una relación, y un impulso no puede reemplazar una conexión real.