En sus ojos, mi secreto

57. Aprender a ver

El sábado por la mañana llegué puntual al centro comercial. Adriana ya estaba cerca de la entrada, acomodada en su silla de ruedas; llevaba una blusa morada, bolso cruzado y esa sonrisa cálida que siempre me desarmaba un poco.

—¡Sebas! —dijo levantando la mano.
—¡Adri! —la abracé con la naturalidad de siempre.

Entramos juntos. El centro comercial estaba lleno: familias paseando, parejas de la mano, grupos de adolescentes con bolsas de compras. Caminamos entre la multitud y pronto me di cuenta de algo que nunca antes había notado con tanta claridad: las miradas.

No eran todas, claro, pero había personas que giraban la cabeza un segundo de más, como si la silla de Adriana tuviera un imán invisible. No eran miradas malas, pero tampoco eran inocentes. Algunas venían cargadas de una curiosidad torpe; otras, de esa lástima que nunca sabe dónde acomodarse. Yo lo notaba por primera vez tan de frente que sentí un cosquilleo en la nuca. Me descubrí tensando la mandíbula, como si eso bastara para protegerla de esas miradas.

Ella, en cambio, avanzaba con naturalidad, sin dar señales de haberse percatado. Saludaba con una sonrisa a los empleados que ofrecían cosas al pasar, me hablaba sobre cómo había estado su semana y se detenía en cada vitrina como cualquier otra persona. Yo iba a su lado, disfrutando su compañía, aunque con un nudo pequeño, inexplicable, instalado en el pecho.

—¿Quieres que vayamos primero a la tienda de zapatos? —me preguntó, mirando un directorio.

—Sí, dale —respondí, intentando que mi voz sonara tan ligera como el plan.

Entramos a una tienda que parecía especializada en calzado cómodo, pero con estilo. Adriana me pidió que buscara algo bonito en tonos neutros mientras ella revisaba los modelos de la estantería baja.

—¿Sabes qué es lo más difícil? —dijo, sin dejar de mirar—. Que algo se vea bien y, al mismo tiempo, no me lastime.

—¿Por la hinchazón?

—Por eso, y porque no siento si algo me aprieta. Un zapato rígido puede hacerme una herida sin que me dé cuenta.

Encontró unas sandalias de tiras anchas y suela acolchada. Eran de cuero suave, con velcro en el talón y un diseño sencillo pero elegante. Un color crema que brillaba un poco bajo la luz.

—Estas me gustan —comentó, mostrándomelas—. Abren bien y puedo acomodarlas sin que me presionen los dedos.

La vi quitarse los zapatos que llevaba con movimientos tranquilos, cuidadosos. Sus pies estaban algo hinchados, pero se veían bien cuidados, con las uñas pintadas de un tono discreto.

Sentí cómo algo dentro de mí se recogía, como si el mundo bajara el volumen por un instante.

Antes, no mucho tiempo atrás, esa misma imagen me habría hecho perder la compostura. Ahora, en cambio, lo que sentía era distinto: una mezcla de ternura, de cuidado, de un nerviosismo suave que tenía más de respeto que de deseo.

—¿Te ayudo? —pregunté. No me moví hasta que ella asintió.

Deslicé la primera sandalia despacio, atento a no rozarle la piel más de la cuenta. La ajusté apenas. Ella hizo una mueca de aprobación.

La segunda costó un poco más. Me dijo que a veces un pie se le hinchaba más que el otro.

Mientras ajustaba el velcro con suavidad, algo me cayó encima con un peso suave: la certeza de que, si alguna vez miré sus pies con fascinación, eso ya había quedado muy atrás. Lo que sentía ahora era otra cosa: una cercanía tranquila, un cariño que no necesitaba nombrarse, una intimidad que no tenía nada de torpe ni de furtiva. No veía sus pies, ni su discapacidad, ni nada que pudiera reducirla a un detalle.

La veía a ella. Solo a ella.

—¿Y? ¿Cómo me veo? —me preguntó, bajando la mirada hacia sus pies.

—Como alguien que sabe elegir —respondí—. Se ven… muy tú.

Sonrió sin decir nada. Giró la silla frente al espejo y se quedó unos segundos contemplando el reflejo de sus pies en sandalias. Luego murmuró, casi para sí misma:

—A veces, es bonito sentir que algo encaja. Que no tengo que elegir entre verme bien y estar cómoda.




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