En sus ojos, mi secreto

58. Punto y seguido

El aire de la biblioteca era una mezcla de café tibio y polvo de libros, un aroma que se había vuelto familiar a lo largo del semestre. Estábamos sentados en una mesa al fondo, lejos del murmullo constante de la entrada y rodeados por una montaña de textos subrayados. Paula tenía su portátil abierto, y yo mis apuntes regados sobre la mesa. Llevábamos casi dos horas revisando la versión final del trabajo de Narrativa, esa electiva que nos había unido, y el avance se sentía como un alivio compartido.

—Mira, creo que el conflicto del personaje no está claro —dijo Paula, acercando su silla de ruedas para mostrarme una línea en la pantalla—. Aquí dices que tiene miedo, pero ¿a qué? No es lo mismo tenerle miedo a las arañas que a fracasar. Hay que especificar.

Asentí, tomando nota en mis apuntes. Paula siempre había sido buena para ir al grano; tenía una mente pragmática que, al principio, chocaba con mi tendencia a darle vueltas a todo. Ahora, lo agradecía.

—Tienes razón. ¿Qué tal si lo planteo como un miedo a la pérdida? —sugerí.

—Sí, pero pérdida de qué. ¿De su trabajo? ¿De una persona? —preguntó, con esa forma de insistir que tenía cuando no estaba convencida.

—De su autonomía. De la capacidad de tener el control sobre sí mismo —dije, y noté un eco curioso en mis propias palabras.

Paula asintió, pensándolo un segundo más.

—Me gusta. Tiene profundidad. Encaja con el tema de la fragilidad humana.

Por un momento me quedé viéndola, sin la ansiedad de antes, solo con la tranquilidad que había encontrado en estas últimas semanas. Su cabello suelto y el atuendo casual —camiseta, jeans y tenis— terminaban de darle ese aire de frescura y familiaridad. Ya no había sobresaltos, ni vértigo. Solo una conversación agradable con alguien que me caía bien.

Recordé lo que sentía al inicio del semestre: la ansiedad, la culpa, el ruido de fondo que me impedía pensar con claridad. Cada encuentro con ella era un evento importante, donde todo parecía cargado de significado. Hoy, en cambio, era solo una tarde de trabajo. El final del semestre estaba cerca, y en un par de semanas estaría de vacaciones en el campo. La sola idea me tranquilizaba.

—¿Te imaginas que el próximo semestre volvamos a coincidir en una electiva y nos pongan otro trabajo en equipo? —dijo de pronto.

—Por favor, no —respondí, riendo—. Lo que sea, menos trabajos en equipo.

—¡Ay, no seas así! —protestó, divertida—. No es tan terrible. Además, nos va bien.

—Es verdad. Pero creo que me ha tocado hacerle a todo, desde los personajes hasta el desarrollo de la historia. Yo hago todo, ¡soy la mano de obra barata!

—¡Oye! ¡Yo hago la parte intelectual, la conceptual! —se defendió, poniendo cara de ofendida.

—Ajá, claro. Y yo soy el técnico.

Ella se rió, negando con la cabeza.

—Bueno, pero trabajamos bien juntos, ¿o no?

Asentí. La frase ya no llevaba el peso que podría haber tenido meses atrás. No hablaba de compatibilidad emocional, solo de nuestra dinámica de trabajo. Y era cierto. Éramos buenos compañeros. Y también buenos amigos.

Me descubrí pensando en lo que había sentido el sábado con Adriana: la tranquilidad del silencio compartido, la confianza, la libertad que había sentido al hablar de todo. Con Paula era diferente: risas, ligereza, camaradería. No era la intimidad profunda que tenía con Adriana, sino una conexión más suave. No era lo mismo, pero tampoco tenía que serlo. Cada vínculo tenía su forma, su ritmo propio. Y ambos tenían su lugar en mi vida.

Ya no me inquietaba pensar en mi devotismo. No interfería. Era lo que había iniciado el camino con Adriana y Paula, pero no era lo que lo había mantenido. Con Paula, me interesaba lo que ella era, más allá de cualquier condición física. Me gustaba su claridad, su sentido del humor, la forma en que su mente funcionaba. La atracción seguía ahí, pero diluida, integrada. Una pieza entre muchas, no la pieza que definía todo.

Miré la hora. El sol entraba por la ventana, formando un rectángulo brillante sobre el piso.

—Creo que ya está —dije, mientras recogía mis apuntes—. El resto lo puedo revisar en la noche.

—Yo también —respondió ella, cerrando su portátil—. Qué descanso. Una cosa menos.

Nos dirigimos juntos hacia la salida mientras me contaba sus planes del fin de semana: nada especial, solo pasar tiempo con sus amigas.

—¿Y tú qué vas a hacer? —preguntó.

—Creo que me voy a quedar en casa. Necesito un día tranquilo.




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