Los primeros días de vacaciones se sentían extraños. El ritmo acelerado de la universidad se había desvanecido de golpe, dejando un vacío que se llenaba con la tranquilidad de mi casa. No había trabajos que entregar, ni clases a las que asistir, ni el constante zumbido de la ansiedad. Por fin podía relajarme, aunque todavía no sabía muy bien qué hacer con tanto tiempo libre.
Uno de esos días, hablando por chat con Adriana, le había mencionado que tenía que ir a la Javeriana a resolver un trámite de la universidad; uno de esos asuntos administrativos que siempre parecían diseñados para hacerte perder la mañana. Ella me dijo que ese mismo día iba a estar por la zona, y la idea de vernos apareció casi sin pensarlo, como si ya estuviera ahí, esperando el momento adecuado.
Así fue como, después de salir de la universidad, me encontré con ella en el Parque Nacional. El lugar estaba lleno de vida tranquila: familias paseando, gente corriendo con audífonos, parejas sentadas en las bancas. Las sombras largas de los árboles se estiraban sobre los senderos, y el murmullo constante de voces y pasos acompañaba nuestra conversación. No teníamos planes complicados: solo pasear un rato, hablar de lo que fuera surgiendo, y más tarde ir a tomar algo en una cafetería cercana.
Íbamos por uno de esos senderos irregulares del parque, con baldosas levantadas y raíces que parecían empeñadas en salir a saludar a quien pasara. En un descuido, la rueda derecha de la silla de Adriana quedó trabada en una juntura profunda, y el impulso se perdió en seco.
—Uy, perdón —murmuró ella, frenada de golpe.
—Tranquila, espera —le dije, adelantándome un paso.
Por reflejo, puse la mano sobre la rueda para ayudar a darle el empujón extra que necesitaba. Pero cometí el error de no apoyarme en el aro de impulso, sino directamente en la goma.
En cuanto empujé, la rueda se liberó de repente. Giró con violencia, y en cuestión de un segundo mi dedo quedó atrapado contra el guardabarros. Sentí el golpe seco, ese dolor agudo que sube como un latigazo hasta la uña, y solté la mano enseguida.
—¡Ay! —me quejé, sacudiendo la mano.
—¡Sebastián! ¿Te hiciste daño? —Su voz cambió de inmediato, preocupada.
Me miré la mano: el dedo rojo, con una pequeña marca donde había quedado prensado. No sangraba, pero dolía como si me hubieran dado un martillazo.
—Nada, nada… me confié y puse la mano donde no debía. La silla ganó esta vez —dije entre dientes, tratando de sonar ligero.
Adriana no pareció convencida. Giró un poco el torso en la silla, alcanzando a verme de frente.
—Déjame ver —pidió, con esa seriedad que no admite réplica.
Estiré la mano, todavía frotándome el dedo. Ella la tomó entre las suyas, con cuidado, como si tuviera miedo de lastimarme más. Sus dedos estaban fríos, pero su tacto era suave. Me miró con una mezcla de culpa y ternura que terminó doliéndome más que el machucón en sí.
—Ay, Sebastián… —murmuró, examinando la hinchazón leve—. Lo siento.
—No es tu culpa. Yo fui el torpe —intenté sonreír.
—Pero te lastimaste.
—Y lo volvería a hacer. No por heroísmo ni por nobleza —añadí—. Sino porque me hace sentir que te acompaño de verdad. Que comparto contigo no solo los paseos fáciles, sino todo lo demás.
Ella bajó la mirada, pero no soltó mi mano. Se quedó quieta unos segundos, como si buscara algo que decir y no lo encontrara.
Entonces, sin previo aviso, llevó mi mano hacia su rostro y besó con delicadeza el nudillo lastimado. Fue un gesto simple y profundo a la vez, cargado de cuidado y gratitud.
Me quedé quieto. No supe qué hacer con mi otra mano, ni con la respiración que de pronto se me había vuelto pesada. No por nervios ni por vergüenza, sino por el peso silencioso de lo que ese gesto contenía.
Como si en ese breve contacto quisiera pedir perdón por todas las veces que no pudo evitar que el mundo me pusiera obstáculos por ayudarla. Como si quisiera agradecer con más que palabras.
Cuando se apartó, no me miró de inmediato. Siguió sosteniendo mi mano, acariciando apenas la piel enrojecida.
—Tú no deberías estar haciéndome todo más fácil… —dijo en voz baja—. Y aun así lo haces. Siempre lo haces. Y no sé cómo corresponderte sin sentir que me quedo corta.
Me tembló un poco la garganta, pero logré responder:
—Con esto es suficiente —apreté suavemente sus dedos entre los míos—. Con esto… y con que me dejes seguir estando.
Al fin me miró. En sus ojos no había lástima ni admiración, sino algo más hondo, algo que no necesitaba ser dicho.
Después de un segundo que me pareció eterno, Adriana se acomodó en la silla como si nada hubiera pasado. Como si no acabara de desarmarme por dentro con un simple gesto.
Seguimos paseando por el parque un rato más, como si ninguno quisiera romper del todo el silencio que había quedado flotando. Adriana miraba a veces hacia los árboles, otras al suelo, y yo me descubrí mirándola a ella, cuidando de no dejar que la rueda volviera a tropezar con nada.
