Lucía pasaba el día revisando su teléfono, esperando otra notificación de Javier. Su mente divagaba entre la ilusión y la cautela. ¿Y si arruinaba todo? ¿Y si él solo la veía como una amiga?
Las horas parecían eternas cuando no recibía un mensaje suyo. Su mente jugaba con ella, imaginando posibles escenarios: quizás Javier estaba ocupado, tal vez simplemente había perdido el interés. El ansia la desgastaba. Cada vez que el teléfono vibraba, su corazón se aceleraba, solo para desinflarse cuando veía que no era él.
Por su parte, Javier también estaba inquieto. Le costaba concentrarse en su trabajo. No dejaba de pensar en si debía confesar lo que sentía. Había imaginado tantas veces cómo sería conocerla en persona, mirarla a los ojos y decirle todo lo que guardaba en su corazón. Pero el miedo lo frenaba. ¿Y si ella no sentía lo mismo? ¿Y si la incomodaba y la perdía para siempre?
Una tarde, Lucía, cansada de la incertidumbre, intentó alejarse un poco. Se obligó a salir con sus amigas, pero no pudo evitar revisar su teléfono cada pocos minutos. Sus amigas se dieron cuenta y la confrontaron. Le preguntaron si estaba bien, pero ella solo sonrió débilmente, sin confesar que estaba perdiendo la batalla contra sus propios sentimientos.
Javier, por su lado, se refugiaba en la música. Creaba playlists con canciones que le recordaban a Lucía. A menudo, se sorprendía imaginando cómo sería estar con ella en persona: caminar juntos por la ciudad, compartir una taza de café, reírse de tonterías. Pero su miedo a perderla lo detenía.
El insomnio comenzó a hacerse presente. Lucía se quedaba despierta hasta la madrugada, mirando la pantalla de su teléfono, esperando algún mensaje que no llegaba. Leía las conversaciones antiguas, buscando pistas de los sentimientos de Javier, tratando de adivinar si había algo más oculto entre las palabras.
Finalmente, una noche, Javier le envió un mensaje largo. Le dijo cuánto la valoraba, que su presencia había cambiado su vida. Le confesó que a veces tenía miedo de escribirle demasiado, de ser invasivo, porque no quería molestarla. Lucía, con lágrimas en los ojos, respondió con la misma sinceridad. Le reveló que ella también temía decir demasiado, pero que, en realidad, siempre quería más.
Aunque ninguno pronunció la palabra "amor", ambos sabían que ya no se trataba solo de amistad. Era algo más. Algo que crecía en silencio, entre la duda y el deseo.