Lucía se recostó en su cama, con el teléfono entre las manos. Su cuarto estaba en penumbras, apenas iluminado por la luz tenue de la pantalla. Miraba la foto de Javier, analizándola como si intentara descifrar un secreto que solo él conocía.
Su rostro estaba cubierto parcialmente con una mascarilla negra, como si, de alguna manera, eso representara lo que él era para ella: alguien que siempre tenía una parte oculta, un misterio que Lucía anhelaba comprender. Los auriculares blancos en sus oídos le daban un aire de desconexión, como si estuviera en su propio mundo, inalcanzable. Pero lo que más atrapaba su atención era la expresión en su rostro, una mezcla de calma y melancolía que la hacía preguntarse qué estaba pensando en ese instante.
¿Cómo lo veía realmente?
Javier era más que una imagen en una pantalla. Era la voz que la acompañaba en las madrugadas cuando la ansiedad no la dejaba dormir. Era el mensaje inesperado que hacía que su día se sintiera menos pesado. Era el único que lograba hacerla sonreír cuando sentía que el mundo entero estaba en su contra.
Pero también era su dolor.
Porque cuanto más lo conocía, más se daba cuenta de que estaba en un punto sin retorno. No era solo un amigo, no era solo alguien con quien compartía charlas profundas o tonterías sin sentido. Era alguien que había logrado entrar en su corazón de una forma que le asustaba.
Pasó su dedo por la pantalla, como si pudiera tocarlo, como si pudiera sentir la calidez de su piel a través del vidrio frío de su teléfono. “¿Te das cuenta de lo que eres para mí, Javier?”, pensó. “¿Sabes lo difícil que es mirarte y no sentir miedo?”
Porque sí, tenía miedo. Miedo de aceptar que lo que sentía iba más allá de la amistad. Miedo de que él no lo viera de la misma manera. Miedo de que, si cruzaba la línea, lo perdería para siempre.
Cerró los ojos un momento, dejando que su mente la llevara a recuerdos recientes:
Javier hablándole sobre su día, su voz tranquila y pausada.
Javier riéndose de sus chistes malos, aunque no fueran graciosos.
Javier diciéndole “me preocupo por ti” en una de esas noches en las que ella se sentía rota.
Esos pequeños momentos la habían llevado a este punto. A sentirse atrapada entre la necesidad de decirle lo que sentía y el terror de arruinarlo todo.
Abrió los ojos y volvió a mirar la foto. En ese instante, se dio cuenta de algo que la dejó sin aliento: no importaba cuánto intentara engañarse a sí misma. No era solo cariño. No era solo admiración. Era amor.
Y ya no había vuelta atrás.