Los días pasaron, y poco a poco, Lucía fue respirando con menos peso en el pecho. No porque las dudas se hubieran disipado del todo, sino porque aprendió a convivir con ellas sin dejar que la ahogaran. A veces, aceptar lo que no se puede cambiar es una forma de sanar.
Javier volvió a escribirle con la misma calidez de siempre. Hablaron de música, de películas, de sueños lejanos y anécdotas tontas que los hacían reír. La conexión volvió a sentirse cómoda, como ese abrigo suave al que uno regresa después de una tormenta.
Lucía se permitió sonreír. No había confesiones, ni promesas. Solo el ritmo suave de dos personas que se escribían con cariño, que compartían sin exigencias, y que encontraban refugio en sus conversaciones. Él no preguntó por los días en que estuvo más callada. Ella tampoco lo mencionó. Había un acuerdo silencioso de que, a veces, lo mejor era simplemente seguir.
Y aunque en el fondo Lucía seguía sintiendo mucho más, decidió dejar de presionar su corazón para obtener respuestas inmediatas. Tal vez algún día tendría el valor de decirle todo. O tal vez no. Pero por ahora, estaba agradecida de volver a sentir esa cercanía, aunque fuera solo por mensajes, aunque fuera solo desde lo cotidiano.
Una noche, mientras se preparaba para dormir, Javier le escribió:
“Gracias por estar, Lucía. Contigo todo parece más ligero.”
Lucía sonrió, sintiendo cómo esa frase se quedaba flotando dentro de ella. No necesitaba más por ahora. A veces, la normalidad también es una forma de amor.
Y así, con las luces apagadas y el corazón más tranquilo, se dejó llevar por el sueño, sabiendo que al día siguiente, él estaría ahí de nuevo. Y eso bastaba.