Londres, 1839. INGLATERRA
No era tiempo de invierno, sin embargo aquella habitación se encontraba helada y sombría, sobre la cama yacía un cuerpo moribundo, cuya alma pronto sería reclamada por el ángel de la muerte.
Sangre....sangre tenía el pañuelo que una pequeña de cabellos color fuego sostenía sobre la boca de su padre, de inmediato tomó el vaso de agua que estaba sobre un destartalado y viejo cajón.
Su madre, Clarise, le había advertido sobre el peligro de estar cerca de él, la tuberculosis era sumamente contagiosa, sin embargo, la niña al verlo toser sin cesar, no dudó y corrió a calmar su aflicción.
—Elise, hija, no te acerques demasiado a tu padre, sé que quieres ayudarlo, pero si algo te sucediera a ti, no me lo perdonaría —escuchó la voz temblorosa de su madre —. Es peligroso... ven, siéntate acá —indicó la mujer con su rostro apesumbrado a una pequeña silla desgastada, se acercó a la niña mientras lágrimas caían de sus ojos, la abrazó fuertemente y besó la coronilla de su cabeza, logrando así, menguar su dolor.
—¿Madre? —susurró la pequeña, mirándola a los ojos.
-—¿si?— respondió ella con un hilo de voz.
—Morirá ... ¿verdad? —los ojos empañados de lágrimas nublaban la visión de Elise.
La mujer abrió sus ojos de par en par, se quedó paralizada, cómo explicarle a una niña de once años que aquella era la temida enfermedad de la pobreza, que la vida de su padre era solo una más de las cientos de vidas que ya había arrebatado, cómo explicar lo mucho que le costó conseguir el dinero para que el doctor lo asistiera, y aún así, este no se digno a visitarlo, cruelmente lo desahucio sin siquiera haberlo visto. Aquel golpe para la mujer embarazada de su cuarto hijo fue como un balde de agua fría, sentir que la vida te da la espalda es la sensación más terrible del mundo, que tu único amor te deje de la noche a la mañana, que tu compañero de vida te abandone con tres hijos pequeños y otro en camino, te despedaza el alma, y tira los restos a la orilla de un camino triste y desolado.
Sabía muy bien que debía ser fuerte, seguir adelante por esas pequeñas vidas que ahora dependerían sólo de ella, sin embargo no creía poder.
Siempre fue una persona, de esas que las llevaba la ola, que se dejaban llevar, simplemente fluía ante las circunstancias de la vida. Sin embargo ahora todo estaba punto de cambiar, y claramente, no para bien.
Pensando en aquello, no se dió cuenta de que su pequeña aún esperaba pacientemente una respuesta, se pasó las manos por su rostro, soltó todo el aire que de manera inconsciente retuvo, y respondió lo que creyó, debía de responder.
—Si hija... tu padre ha luchado por permanecer junto a nosotros, pero Dios ha decidido que es su hora de partir.
Al escucharla, lágrimas cayeron sin cesar por sus pequeños ojos azules, se sorbió la nariz, y con la manga de su chaleco limpio sus mejillas.
—Tranquila cariño, él siempre estará aquí —posó la mano sobre su pecho —. Te lo prometo Elise, él vivirá siempre en tu corazón.
La niña se aferró a su madre, la abrazo con cuidado de no aplastar su enorme barriga, la cuál acarició con delicadeza y susurró despacito; —Hermanito, te cuidare siempre, seré la mejor hermana mayor para ti, me aseguraré que nada te falte, lo prometo—en ese momento, como si de una señal divina se tratara, el bebe pateó, tan fuerte, que Elise sintió con certeza que le había entendido, sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa...sonrisa que la niña no había mostrado desde que su padre se enfermo.
Y así, las horas pasaron, muy lentamente para ambas, que abrazadas en la oscuridad de la noche, acompañaban en las últimas horas de vida al hombre más importante de sus vidas, para la primera; su único amor, el padre de sus hijos, y su compañero, para la segunda, el mejor y más maravilloso padre del mundo.