7 años después.
— Madre, quizás llegue un poco tarde — dijo a la vez que acomodaba rosas de distintas tonalidades en su canasta.
— Está bien hija, cuídate por favor y no olvides que te amamos… te amo hija, mucho —declaró Clarisse con sus ojos empañados de lágrimas —. Estoy muy orgullosa de ti Elise.
— Gracias madre, yo también los amo —luego de perder a Darwin, Clarise se dió cuenta de lo efímera y frágil que resulta ser la vida, y es que en cada oportunidad que tenía, no dejaba de recordar a sus retoños, lo mucho que los amaba.
—¡Hermanaaaaa!— una niña de cabellos color fuego y ojos azules corrió a abrazarla —. Recuerda que hoy dormirás conmigo, lo prometiste.
—Si mi pequeña Sophie, las promesas se cumplen —besó la coronilla de su cabeza, se levantó, acomodó su delantal blanco, tomó su cesta, y salió de casa con rumbo al trabajo, su puesto, aquel lugar donde día a día vendía sus rosas.
Un extraño presentimiento se alojó en su pecho, algo sucedería.
~ {Sólo espero que sea algo bueno } ~ pensó mientras caminaba meciendo sus manos con el viento.
Al llegar a la esquina de la calle Oxford, se dirigió al almacén de la señora Williams; una pequeña mujer regordeta, de sonrisa dulce y afable. Aquella dama al verla, dejó las verduras que llevaba en sus manos y corrió a abrazarla—esta conoció a Elise cuando era solo una niña, la mujer había trabajado toda su vida como sirvienta, pero cuando tuvo el dinero suficiente para iniciar un negocio, no lo dudo, y trabajo arduamente por ello; abrió su propio almacén de frutas y verduras, justo al lado de un salón de té, el día que abrió su local, observó a una pequeña niña con una canasta de rosas, junto a una mujer embarazada y una anciana.
Celia Williams, pasó aquella mañana, con sus ojos puestos en ellas, dedujo que se dedicaban a la venta de rosas, por lo que al llegar la tarde, se aproximó para adquirir una, fue así cómo se enteró de que realmente la vendedora de rosas, era Elise, una pequeña niña de once años, esa era su primera semana de trabajo, Clarise; su madre, aunque valoraba la valentía de su hija, no se atrevía a dejarla sola, por eso la acompañaba cada vez que podía, sin embargo sabía muy bien, que no podría hacerlo por mucho más tiempo, puesto que su alumbramiento estaba muy cerca.
Celia, conmovida por ambas, se ofreció a vigilar, cuidar, y acompañar a la niña, para ella no era una tarea difícil, ya que estaba a solo unos pasos de ella. Le daría meriendas, y la acompañaría en sus ratos libres, siempre y cuando no tuviera clientes. De está manera se comprometió con Clarise a cuidar a su pequeño tesoro, y lo cumplió, al pie de la letra, hasta el día de hoy. Elise era parte de su vida, y le había tomado un gran cariño, y respeto.
— Mi niña, hoy será un día próspero — afirmó Celia.
— Eso espero, tengo un extraño presentimiento —cuestionó Elise con el gesto torcido.
— Tranquila, sea lo que sea, yo estaré junto a ti.
— Gracias mi Celia.
Luego de platicar con ella, caminó a las afueras de Brickwood Té; un reconocido salón de té, aunque no era el más lujoso de la ciudad, logró anteponerse frente a su competencia gracias a sus novedades culinarias, el jefe; Richard, un romántico empedernido, había permitido que la joven vendiera rosas fuera de su local, pues desde su opinión aquellas flores hermoseaban en gran manera el sitio. Él era su mejor cliente, dos veces a la semana decoraba cada mesa del salón con dos o tres flores.
— Rosas, lleve una hermosa rosa, para su pretendiente, su esposa, o incluso su madre —pronunciaba Elise con una gran sonrisa, nada la llenaba más de orgullo que ganarse el sustento con su propio esfuerzo.
Al instante dos jóvenes se acercaron a ella, uno; de pelo ondulado y ojos azules, el otro muchacho; sumamente atractivo, tanto así, que por un segundo su respiración se detuvo; cabello castaño claro peinado hacia un lado, ojos verde esmeralda, una escasa barba que definía su angulosa mandíbula y mentón, sin mencionar su estatura, sus hombros y espalda cuadrada destacaban aún más su masculinidad, aquel joven era un deleite para la vista—al cruzar sus ojos con los de él, rápidamente desvió su mirada al primer joven que parecía interesado en su canasta.
—Buenas tardes señorita. Deseo una rosa por favor —la idea de obsequiar una rosa a su madre le pareció maravillosa.
—Buenas tardes, ¿De qué tono desea la rosa?, tengo blancas, rojas y azules.
El joven miró a su amigo —. Andrés, ayúdame, es para mi madre —sin embargo al observarlo detenidamente se dió cuenta que miraba intensamente a la chica de las rosas, su boca estaba entreabierta, parecía completamente absorto en la belleza que desprendía Elise.
Al verla notó que se había percatado de la actitud descarada de su amigo, ya que su rostro estaba teñido de rojo y con sus manos estrujaba su delantal.
Andrés estaba perdido, carente de raciocinio y de movimiento, con sus pies clavados al suelo, se había convertido en una víctima voluntaria del hechizo de un ángel caído del cielo, con ojos zafiro del azul más hermoso que jamás había visto, labios carnosos y pecas; tan hermosas, que de unirlas formaban constelaciones, siendo parte de un universo, del que él deseo ser dueño, en su totalidad. Para Andrés la chica resultó ser la creación más hermosa de la naturaleza.
El joven conocía a la perfección a su amigo, sabía lo que pasaba por su cabeza. A punto de reír a carcajadas, se contuvo mordiendo su labio inferior, carraspeó intentando llamar su atención y romper con cualquier intento de seducción.
—Ayúdame a escoger una rosa —sin embargo para molestia de él, el joven seguía inmerso en una burbuja de sentimientos encontrados, rodó los ojos ofuscado—. ¡Andrés, te estoy hablando!—lo empujó con el hombro haciendo que el muchacho perdiera el equilibrio, y de forma brusca saliera del hermoso trance en el que se encontraba.