Angus caminó detrás del hombre con sigilo, si algo recordaba de las enseñanzas de sus padres, es que no debía confiar en los desconocidos, y este en especial, que se veía peligroso y malhechor.
¿Tal vez debió quedarse en casa a esperar que lo enviaran a un orfanato?
Tal vez.
El niño abrió la boca sorprendido, con su manito cubrió sus mirada de los brillantes destellos dorados que iluminaban cada parte de la estancia, entrecerró sus ojos y enfocó su vista.
Eso era ¿Oro?... ¡Dios mío!, desde los marcos de los cuadros, hasta las pequeñas figuras que decoraban las mesas de arrimo. Todo hecho del oro más puro y valioso.
Impresionante.
—No te quedes parado, camina —espetó él hombre al ver que se quedaba atrás.
El niño aceleró sus pasos y lo siguió obedientemente.
Cruzaron el salón para llegar hasta un largo pasillo, a sus lados había numerosas perillas doradas. La curiosidad propia de un pequeño de cinco años por poco le gana… estuvo a punto de abrir una de las puertas.
En su casa solo había tres piezas; cocina-sala, baño y dormitorio. Por lo que su fisgoneo era entendible.
Cuando se dió cuenta, llegaron a la cocina, un gigantesco lugar que fácilmente podría ser del tamaño de su hogar, un exquisito olor a carne y verduras inundó sus fosas nasales, hace días que no probaba bocado decente, y su estómago rugió como recordatorio.
Sus regordetas mejillas se tiñeron de carmesí.
—Señor—las cocineras y las criadas lo saludaron inclinando su rostro, sin atreverse a mirarlo a los ojos o moverse un centímetro de su lugar.
El aludido solo correspondió con un asentamiento de cabeza.
Una de las mujeres se atrevió a levantar su rostro al ver un par de pequeños pies pasar por su lado, con su mano tapó su boca ahogando un jadeo.
Si el señor llevaba un niño junto a él, no presagiaba nada bueno.
Finalmente salieron por una puerta que daba al jardín trasero. A lo lejos vislumbro un almacén, era grande, aunque algo viejo y descuidado en comparación con la pulcra mansión.
Un par de hombres custodiaban la entrada.
—Jefe—uno de ellos saludó.
El muchachito se encogió en su lugar, aquellos hombres eran enormes, parecían gigantes, pero no de los buenos, como los de las historia que le contaba su padre, sino de los malos, que roban y asesinan.
¿A qué clase de lugar había venido a parar?
La puerta chirrió erizando los vellos de su nuca.
Cruzó el umbral aferrándose a su morral con fuerza, era su posesión más preciada; hecho por las manos de su preciosa madre.
Su ceño se frunció ante lo que veían sus ojos; todo estaba vacío, a excepción de unas habitaciones al final, y en el centro una mesa con un par de sillas.
Un nuevo gigante—como se decidió a llamarlos—se acercó hasta ellos.
—Blake, necesitamos hablar.
Así se llamaba…Blake…un nombre perfecto para alguien de tan pocas luces.
—Espérame aquí y no te muevas.
El pequeño solo esbozó una pequeña sonrisa nerviosa. Aún no sabía qué hacía ahí, con él. La incertidumbre sólo aumentaba su miedo.
Ambos hombres entraron a una de las habitaciones, y al cabo de unos minutos salieron riendo a carcajadas.
Angus, solía ser un excelente compañero de risas, pese a que no entendiera con exactitud por qué los demás reían, él siempre acompañaba con una sonrisa o una risa cantarina. Sin embargo en aquel momento todo su cuerpo se encontraba en alerta, con sus latidos acelerados y la camisa pegada a su espalda.
—Eh, ¿Angus verdad?
—S…si.
—Ven—indico Blake a una silla frente a la mesa.
—Se…señor, ¿Qué hago aquí?—preguntó sin moverse.
—Cuando te sientes te lo diré.
Con pasos temblorosos pero firmes caminó hasta la silla y se sentó.
El jefe miró con frialdad, luego giró su rostro a su subordinado y dijo —. Tráelo.
Este salió del enorme galpón y para cuando volvió, dos enormes gigantes arrastraban a un hombre amordazado y aparentemente golpeado.
Angus se congeló.
Sentaron al sujeto en la silla frente a la mesa y lo amarraron.
Blake se acercó al hombre y desató la mordaza, le dió un puñetazo tan fuerte que el sujeto escupió sangre y un diente.
—¿Creíste que podías traicionarme? —espetó mientras sacaba una navaja y la movía con su mano.
—Yo…yo…
—¿TU QUÉ? —gruñó.
El niño se removió en su asiento y cerró sus ojos apretandolos fuertemente ~{Es una pesadilla, es una pesadilla, mamá me está esperando en casa}~
—¡Que abra sus ojos!—gritó Blake.
El gigante se aproximó al niño, y con el dedo índice y medio lo forzó a abrir sus pequeños ojos ámbar.
—Suélteme, suélteme—sacudió su cuerpo con fuerza.
Blake enterró la navaja en la pierna del hombre, y un desgarrador gritó resonó en las paredes.
Sacó la navaja de un tirón y la volvió a enterrar en la otra pierna —. No debiste de haber olvidado para quien trabajas —. Enterró la navaja en su estómago, y la movió de forma circular arrasando con órganos en el proceso.
El sujeto quedó sin aliento, con la mirada perdida, y con sangre cayendo de su boca, manchando su torso, y la mano de Blake que aún seguía con la navaja enterrada.
—¡Aggggh! —exclamó al ver su mano con sangre —tiró del cuchillo con brusquedad —. Llévenselo y limpien este desastre.
Uno silbó, y tres sujetos nuevos aparecieron por la entrada del galpón.
—Jefe, ¿Está seguro que quiere que sea este muchacho?, se acaba de orinar en los pantalones.
Lo que vió Angus fue terrible, escalofriante para un niño de tan sólo cinco años. Todos sus sentidos se paralizaron, y sus piernas temblaban, de pronto sintió líquido caliente caer por ellas hasta llegar a sus pies. Tenía mucho miedo, tanto terror, que se le dificultaba respirar, se sacudió abriendo su boca para jadear en busca de aire.