Una mañana, una de las tantas que pasó aquí, entre cafés y las esporádicas visitas de las enfermeras que acudían a tu habitación para chequear tu estado no pude evitar pensar mientras arreglaban tu cabello y acomodaban tu ropa y almohadas si ellas sabían cuánta bondad había en tu ser. Claramente no, porque no te conocían, no tanto como yo, y créeme me siento afortunado de poder decir eso. A pesar de no haber intercambiado ni una sola palabra en ese café en el que solías trabajar, y observándote desde lejos en mí mesa de siempre fui testigo de los kilos de bondad que tu alma tenían y de los que el mundo podía disfrutar. Ojalá algún día yo también pueda hacerlo. Confía en mí cuando digo que espero con ansias ese momento.