Mis padres solían decir todo el tiempo que yo era una niña soñadora, alegre, parlanchina y dormilona. Era la alegría de mi padre y el orgullo de mi madre. Crecí en un hogar lleno de amor. Nada me hizo falta, ni nada pudo ser más perfecto.
Nunca pensé ser merecedora de tanta felicidad.
Cada llegada de la primavera anunciaba a todas voces la proximidad de mi cumpleaños. El jardín de mi casa comenzaba a florecer. A mi ventana llegaba cada mañana el dulce aroma de los árboles en flor.
En mi cumpleaños, mi padre solía llenar mi alcoba de toda clase de flores que él mismo cultivaba. Lo hacía mientras yo dormía.
Al despertar, me veía rodeada de un sinfín de rosas. Me costaba entender si ya había despertado o si aún me encontraba en el país de los sueños.
Mis padres compartían esa alegría descomunal conmigo mientras me observaban; mi padre recargado en el marco de la habitación abrazando a mi madre, quien me sonreía amorosamente. Después se acercaban a mí y empezábamos a jugar y a reír con las flores cubriéndonos de besos.
A medida que fui creciendo, me gustaba ver como mi padre acomodaba el tapiz floral a lo largo y ancho de mi alcoba. Durante los últimos años que gocé de esta inmensa felicidad, solía fingir que dormía, sin embargo, con ojos semi abiertos, observaba cada uno de los movimientos cuidadosos y amorosos con los que mi padre colocaba los claveles, las lilas y las rosas. A veces me resultaba difícil no dejar escapar una risita de felicidad o correr a sus brazos para agradecer su bondad.
Ya fuera dormida o despierta, podía tejer en mi mente innumerables fantasías. Hilaba tremendas historias que contaba a mi padre. Decía que muy seguramente, cuando fuera adulta, me convertiría en una gran escritora, y realmente lo creí.
Sin embargo; la vida no es sólo dicha. Un velo de tristeza cubrió a mi familia poco después de que cumplí once años. Ese fue el último cumpleaños en el que vi a mi padre diligente y amorosamente colocar las rosas en mi alcoba. Ese día, hice trampa como siempre, y me dediqué a mirar de reojo su bello rostro y la destreza con la que entretejía el tapiz floral. Me tapé la boca para no dejar escapar una risita que me delatara.
Esa mañana advertí algo diferente; mi padre se veía agotado y melancólico. Sentí su tristeza y melancolía. Descubrí unas gruesas lágrimas resbalando sobre sus mejillas, mientras usaba las mangas de su camisa para secarlas.
Nunca lo había visto triste, ni mucho menos llorando; él siempre sonreía, siempre estaba alegre. No comprendí el porqué de su melancolía. Quería saltar a sus brazos para consolarlo y preguntarle por qué estaba así... pero no tuve el valor para hacerlo. Me quedé en mi cama observándolo mientras sentía mi corazón hacerse pequeño.
"¿Por qué lloras papá?". Me pregunté en silencio.
Los días posteriores a la muerte de mi padre, transcurrieron lentos y dolorosos. Mi madre se deshizo de todo lo relacionado con él, incluyendo sus regalos: muñecas, joyas, cuadros, cajas musicales... todo se lo llevó; desplomada en el piso de mi habitación lloré a grito abierto. Nunca más se mencionaría su nombre. Mi madre fue determinante en ésto y cerró su corazón para siempre.
A pesar de este hecho, el recuerdo de mi padre lo conservé vivamente en mi memoria, en mi corazón, pero sobre todo, en mis sueños... Dormir era mi consuelo. Sabía que mi padre estaría ahí esperándome, en cada uno de ellos. Todos los días me apuraba en terminar mis deberes escolares para irme a la cama temprano. Me despedía de mi madre con un beso y me iba a dormir, con la esperanza de encontrarme nuevamente con el rostro de mi padre y su dulce voz. Un deseo que siempre se cumplía. Los sueños eran tan vívidos que a veces no lograba distinguir la delicada línea que los separaba de la realidad.
Con el tiempo comencé a despertar sintiendo un intenso dolor en el pecho que me decía que mi padre ya no estaba conmigo; que sus visitas y tiernos abrazos no eran reales; que se había marchado para siempre y nunca más iba a volver. Pronto las visitas comenzaron a espaciarse, y su lugar fue asaltado por pesadillas.
La mañana en la que cumplí quince años, me desperté extrañando el dulce aroma de las flores que antaño inundarían mi habitación con su exuberante fragancia. Me levanté y miré por la ventana hacia el jardín donde los arbustos, árboles y rosales antaño solían florecer.
Una pequeña paloma se posó en el alfeizar de mi ventana, como dándome los buenos días. La fragilidad de la criatura y la belleza de su blanco plumaje captaron mi atención. Abrí la ventana, por si acaso pudiera acariciarla. Era un dócil ejemplar que me permitió acunarla entre mis manos por unos breves momentos. Me perdí unos instantes admirando su belleza, mientras pensaba en lo doloroso que era a veces soñar con mi padre y despertar sin él a mi lado. En el fondo de mi corazón, deseé liberarme de ese sufrimiento y no sentir ese dolor en mi pecho nunca más. La paloma, impaciente, hizo un movimiento para liberarse, y en un abrir y cerrar de ojos, agitando sus bellas alas blancas, escapó volando muy alto y muy lejos, detrás de los altos árboles, donde mi vista ya no pudo seguirla.
Curiosamente, ésa fue la última vez en la que desperté después de soñar con mi padre.
Cinco años transcurrieron en los que no volví a ver a mi padre en mis sueños, ni a él ni a nadie mas. No tenía pesadillas que me hicieran despertar en medio de la noche pidiendo auxilio, ni tampoco tenía esos sueños sin sentido y extraños que la mayoría de la gente suele tener. Sólo había un inmenso e impresionante vacío en mi inconsciente, donde sólo existía la nada, donde ya nadie iba a visitarme ni yo visitaba a nadie mas.
Contrario a lo que mis padres y yo misma pensaba, dejé los libros y las fantasías de lado y opté por algo más serio. Decidí estudiar arquitectura. Aunque la verdad nunca tuve aptitudes para el dibujo técnico, y la tercera dimensión estaba negada para mí. Aún así, me empeciné a iniciar con lo que ya me había propuesto y estudié arduamente para colocarme en una de las mejores universidades del país. Mi madre y conocidos quedaron perplejos cuando los enteré de mi decisión. Sabía que estaba cometiendo un error, pero también sabía que podía ser buena en cualquier cosa que me propusiera.