Parte de lo que sucedió en el incendio, me fue relatado por Clara, Aarón y el mismo Mario, mucho tiempo después y durante el transcurso de esos años.
Mario llegó veinte minutos más temprano de lo acordado, estacionó su automóvil afuera de la casa de campo y esperó a que dieran las doce para recogernos. Cualquiera que lo hubiera visto se habría dado cuenta de que se encontraba nervioso, muy nervioso. Intentaba calmarse mientras garabateaba unas líneas en un cuaderno. Al cuarto para las doce, aproximadamente, escuchó la explosión y los gritos que le sucedieron. Descendió de su auto y corrió hacia la entrada. Vio a la turba dirigirse hacia la puerta y la llamarada enloquecida expandiéndose sin control. Pocos estudiantes saltaban la barda.
Los espantados vecinos salían de sus propiedades, indicando a los gritos que la ayuda ya venía en camino.
Conmocionado, Mario le habló a su padre, quien apenas entendía lo que el joven le explicaba.
Para su alegría, segundos después de colgar, vio salir a su hermana. A pesar de ser tan pequeña había logrado saltar el vallado.
Corrió a auxiliarla. Clara, envuelta en un mar de lágrimas se abrazó a él.
— Qué bueno que saliste... —murmuró Mario besando su frente.
Al poco tiempo, Clara reaccionó.
— ¡Mario! ¡Annia sigue ahí! ¡¿Cómo va a salir?!
— Los bomberos ya vienen, Clara —contestó, aturdido.
Los segundos le parecieron una eternidad. Desesperado exclamó:
— ¡Debemos hacer algo!
— ¡¿Pero qué?! —preguntó Clara, casi en estado de shock.
— Debemos encontrar la manera de abrir la puerta. Hay demasiada gente adentro y no todos pueden saltar la barda.
— Sí, Mario. ¡Hay que intentarlo! —exclamó ella, tratando de no sucumbir a su desmayo.
Mario era, como se dice, un estuche de monerías. Abrió velozmente la cajuela de su automóvil y extrajo un martillo de su caja de herramientas, lo suficientemente grande y duro para romper las bisagras.
Con suerte, muchas vidas se salvarían esa noche.
— ¡Escuchen! ¡Golpearé las bisagras! ¡Necesito que retrocedan un poco! —Mario les gritaba a los jovenes que golpeaban la puerta inútilmente con brazos y hombros.
El ruido y la confusión impidieron que entendieran sus palabras. Descorazonado, pensó que jamás lo lograría. Lo pensó un poco y dejó el martillo en el suelo. Arriesgando su vida, tomó impulso y se introdujo de un salto en el jardín.
— ¡Por favor ayúdenme a quitar la puerta para que todos salgan!, ¡Retrocedan un poco!
Finalmente lo escucharon y en una tarea titánica, los jóvenes de enfrente se organizaron y formaron una pared humana, con el propósito de contener a la masa que no dejaba de empujar.
Mario trepó la barda nuevamente y saltó de regreso. Tomó el mazo y se apresuró a golpear las bisagras del lado derecho. La fuerza que estaba empleando era descomunal. Clara jamás lo había visto así.
En un último intento, las bisagras por fin cedieron y la hoja se desprendió de un lado. La pared humana fue vencida y el lugar comenzó a vaciarse con facilidad. Mario fue empujado y cayó al suelo, tuvo que arrastrarse para salir de ahí. Rápidamente el lugar comenzó a vaciarse.
Clara estaba desmayada cerca de su automóvil, sucumbiendo a la presión. Mario se acercó a ella, le tomó el pulso y la puso a salvo.
***
Desperté al día siguiente del accidente, después del medio día. Lo primero que vi fue la delgada silueta blanca de una enfermera echando una ojeada a la bolsa de suero y luego a mi cánula intravenosa. Me sentía molida; ni siquiera podía articular una sóla palabra. Estaba mareada y con muchas nauseas. Me incorporé un poco y atiné a preguntarle qué había sucedido.
—¡No se preocupe por nada! —me dijo mostrando una sonrisa despreocupada—. ¡Se recuperara muy pronto! Le haré saber a sus familiares que ya despertó.
"¿Familiares? Si yo sólo tenía a mi madre", pensé.
Sin embargo, agradecí, con una sonrisa que apenas se dibujó en mi rostro. Después de todo, me encontraba viva. Poco a poco empece a recordar lo sucedido la noche anterior.
Al poco tiempo llegó mi madre.
— ¡Hija! ¡Despertaste! —exclamó con una excitación poco común en ella —. El doctor dice que puede darte de alta hoy mismo. ¡Qué alegría! Volveremos a casa y cuidaré muy bien de ti.
—Mamá —pregunté un tanto nerviosa—. ¿Qué pasó? Recuerdo la fiesta, el incendio. Yo me desmayé entre el gentío. Pero...¿Quién me sacó de ahí? ¿Quién me salvó? ¿Cómo están los demás? —. Tenía tantas preguntas...
— ¡Annia, fue horrible! La noticia salió en todos los periódicos. Pobrecillos... No saben bien cuál fue la causa del incendio. Están investigando. ¡Ay, hija! Ayer murieron siete jóvenes. ¡Pobrecillos! —repitió—. Otros tantos están gravemente heridos. ¡Qué tragedia! —mi madre contrajo su gesto en una mueca de dolor.
En mi mente se repetían sus palabras una y otra vez
"Murieron siete personas, murieron siete personas, murieron siete personas".
— ¡Dios mío! —las palabras de pronto cobraron sentido.
¡No podía creerlo!
A mi mente vino la imagen de Clara. Con la poca fuerza que tenía, estrujé el delicado cuerpo de mi madre.
—¡Mamá! ¡Clara! ¿Dónde está ella? ¿Está bien?
—Sí, ella está bien. No te preocupes. Está en casa, reposando.
Suspiré aliviada y me recosté de nuevo. Cabeceé unos instantes y entonces otro pensamiento funesto me asaltó.
— ¿Y qué hay de Aarón? —me incorporé de golpe casi gritando. Por supuesto, ella no sabía de quién le estaba hablando.
Me consoló diciéndome que no sabía quién era él, pero que en cuanto saliéramos del hospital preguntaríamos en la escuela.
Me dieron de alta alrededor de las seis de la tarde. El doctor estaba asombrado, porque a pesar de tener la muñeca izquierda rota, y numerosos moretones repartidos en todo mi cuerpo, consecuencia lógica de haber sido molida por centenares de pies, me sentía bien y estaba viva. Era un milagro.