En Tus Sueños

IV. Palabras que no deben ser dichas

Lo primero que hice al llegar a casa fue levantarme como bólido de la silla de ruedas e ir a la sala y tomar el teléfono. Necesitaba hablar con Clara.

—¡Annia! —gritó mi madre, enojada—. ¿Para qué te traje la silla si no la vas a usar?

—¡Es que no la necesito, mamá! —contesté a todo pulmón. Me armé de valor en mi odisea para soportar el dolor que me producía el caminar. Mi meta: el teléfono.

—¡Qué niña!... —reconvino resentida, pero yo no hice caso.

Detuve el auricular con el hombro derecho mientras marcaba el número de la casa de Clara con la única mano sana que tenía. Una voz masculina y familiar me contestó. Su hermano, por supuesto.

—Sí, ¿diga? —Mario al otro lado del auricular.

—¡Mario, Mario! ¡Soy Annia! ¿Cómo estás?

—¡Annia! —exclamó con una alegría descomunal que me desconcertó—. ¡Qué bueno que llamas! ¿Estás bien? Hoy íbamos a ir a visitarte Clara y yo. Preguntamos por ti en la mañana, y el médico nos dijo que estabas muy bien.

—Mmm... Sí, Mario, gracias... estoy bien... este... —apresuré mis palabras— ... ¿Me podrías comunicar con Clara?

Yo iba a lo que iba.

—Claro, Annia —respondió recobrando su característico tono pasivo—. Cuídate, y que te mejores pronto.

—Gracias, Mario, gracias.

—¡Annia! —chilló Clara tan fuerte que me obligó a alejar el auricular de mi oído—. ¡Annia! ¡Lo siento tanto! ¡Te dejé ahí! Salí antes que tú, pero yo... yo estaba tan preocupada por ti;  me puse tan mal que me desmayé y no pude ayudarte. ¡Lo siento tanto!

—¿Pero tú estás bien, Clara?

—Sí, sí. Estoy muy bien, pero me siento tan mal contigo... ¡Ni siquiera pude ir a visitarte!

—¡No te preocupes, amiga! Lo mío no fue nada serio, solo golpecitos y rasguños sin importancia. ¡Ah!, y se me quebró la mano. Genial, ¿no? Pero... —corté mi alegría de tajo— ...supe que murieron siete personas...

—Sí, amiga. ¡Qué desgracia!

—¿Sabes quiénes eran?

—No los conocía, Annia. Eran de otra carrera.

—Qué triste... —respondí con absoluta seriedad.

Entonces pregunté lo que quería saber desde hacía ya mucho tiempo.

—¿Y Aarón? ¿Cómo está él?

—¡Ah, Annia! Está bien. Sólo tiene unos cuantos golpes, y mucho menos serios que los tuyos. Hablé con él en la mañana. Está muy bien. Me preguntó por ti. Se alegró al saber que estabas mejor.

Suspiré aliviada. Mi corazón al fin descansaba. Él estaba bien. Pero por qué me preocupaba tanto por Aarón, si apenas lo conocía.

—¡Annia! ¿Sigues ahí? —reclamó Clara ante mi mutismo.

—Perdón, es que me perdí en mis pensamientos.

—Entiendo... Le diré a Mario que me lleve más tarde a tu casa, así podremos platicar un poco mejor.

—¡Sí, claro! ¡Ven! ¡Aquí te espero! —respondí emocionada por la ilusión de ver a mi amiga nuevamente.

—Quizá lleve unas películas y palomitas. ¡Nos vemos entonces! —añadió ella con su voz cantarina.

Clara y Mario llegaron más tarde.  Mario quería ver cómo me encontraba. Molida... era la palabra perfecta para describir mi estado.

Cuando entraron a mi habitación, yo me encontraba descansando en la cama. Me alegré mucho de verlos. Ambos me abrazaron con mucho cuidado para no lastimarme. Mario me obsequió chocolates (para variar) y me deseó una pronta recuperación. Se despidió de nosotras y salió de la recámara.

Clara y yo comenzamos a bromear. Ella reía con tanta fuerza que creí que de un momento a otro iba a explotar. Dejé de prestar atención a los chistes de Clara cuando vi a Mario detenerse en seco ante la presencia de mi madre, que esperaba en el pasillo. Ella le clavó sus bellos ojos castaños lanzándole una mirada extraña, una mezcla de sentimientos que no pude descifrar. No vi la expresión en el rostro de mi amigo, así que no pude saber si él vio lo mismo que yo. Sin decir más palabras, Mario salió de mi casa.

***
 


 

Era el cuarto día enclaustrada en mi alcoba. Mi madre no me permitía bajar las escaleras por temor a que fuera a lastimarme, aúnmás de lo que ya estaba. Me sentía desesperada. Le rogaba que me dejara salir tan solo unos momentos a nuestro raído patio pero ella se negaba Para colmo, mi amiga no me visitaba porque estaba muy ocupada con sus deberes escolares. Todo esto me ponía de muy mal humor.
 


 

Lamenté mucho no haber asistido al servicio funerario que la escuela había organizado para los siete jóvenes que murieron en el trágico accidente del baile de primavera.  El lunes siguiente la universidad decretó luto absoluto y bajó la bandera a media asta. Clara me contó que la marcha y la música de las trompetas de la escolta se escucharon tan tristes que más de una persona lloró en el solemne momento. Se guardó un minuto de silencio por las almas de los siete jóvenes prometedores. Después,  el sepelio, una multitud se reunió para dar un adiós a las jóvenes vidas truncadas.
 


La noticia corrió como pan caliente desde la mañana del sábado, y para el martes la escuela ya se encontraba en boca de todos. Se decía que muy probablemente las autoridades serían demandadas no sólo por los padres de las víctimas sino por la comunidad que se unía ante la indignación de lo sucedido. Se haría responsable al comité encargado de organizar ese tipo de eventos. Además de indagar si verdaderamente el incendio había sido accidental, se alegaba, y con justa razón, que de haber contado con la seguridad pertinente y, sobre todo, con salidas de emergencia, ni una sola vida se habría perdido esa noche. Nadie se explicaba por qué la puerta principal había sido cerrada antes de la medianoche.

Muchos estudiantes contaban a sus padres lo que aquel joven misterioso había hecho: tumbar la puerta a base de golpes. La mayoría de los que presenciaron el acto heroico pronto empezarían a esparcir el rumor, hasta que en toda la universidad, maestría y doctorado incluidos, era bien sabido que gracias al valor de una persona muchas de esas vidas se habían preservado. Sin embargo, los jóvenes que estuvieron en contacto directo con él no recordaban su rostro; ante el horror que estaban viviendo, su memoria no grabó su imagen. Mario estaba satisfecho con el anonimato. No quería la adulación de nadie ni ser reconocido como el héroe. Muy en el fondo, aunque no lo dijera, yo sabía que Mario seguía recriminándose por no haber actuado unos minutos, unos segundos antes. Tal vez una vida más se habría salvado si él hubiera sido más rápido. Ese sentimiento de culpa sería otra carga más que añadiría a su apesadumbrado corazón.




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