En Tus Sueños

VIII. Anton

Si existió en mi vida una persona más extraña que Antón, sinceramente no lo recuerdo...

Anton Baker generó una reacción en cadena. No sólo en mi vida sino en la de mis seres más amados. Con el tiempo me daría cuenta del peso tan grande que tuvo este personaje al que juzgué como inofensivo durante mucho tiempo.

Anton tenía un trastorno de personalidad; lo sabían sus padres, lo sabía su amigo Charly, lo sabía él mismo. La sociedad le parecía absurda, y sus compañeros de clase unos monigotes que vivían bajo sus absurdas convenciones.

La religión le daba nauseas y las relaciones humanas directamente lo hacían vomitar.

Había sido así desde que él tenía uso de razón. Siempre despreciando la sociedad, infringiendo la ley, pensando que su paso por el mundo era una tortura que no tendría fin, rozándose con una humanidad que era demasiado estúpida para él.

Aunque hubo un momento en su vida en el que creyó que las cosas cambiarían, un par de ojos azules y la más hermosa sonrisa con brackets que él había visto se cruzaron en su camino para decirle que él se veía cool. Ella era una diosa de exquisita piel blanca, jugosos labios carmesí, dientes nacarados, cabellos rubios que caían como cascada hasta sus caderas bien formadas. Tendrían unos dieciséis años él y quince ella.

Sólo habían coincidido una vez en la escalera de la escuela. Anton se encontraba sentado en el primer peldaño, recargado en el barandal. Garabateaba un extraño dibujo en su cuadernillo. Parada justo en seguida de él, la chica le obsequió una mágica y amplia sonrisa y le dijo que su atuendo le encantaba. Fueron las únicas palabras que aquella diosa en persona le había dicho al chico famélico de cabellos largos y oscuros y vestimenta gótica.

Durante años Anton la persiguió sin que la chica lo notara: cuando ella regresaba a pie a su casa, cuando iba con sus amigas a la cafetería, cuando ensayaba en el salón de baile con las demás bailarinas. Ninguna era tan hermosa como la niña de los brackets. Anton la siguió incluso en la universidad. Siempre ocultó sus sentimientos. Pero cuando por fin se animó a hablarle, la muy desgraciada se había referido a él diciéndole freak. Así era como pagaba toda la devoción con que Anton la había amado durante dos años. Él la aborreció. Llegó a su casa y la maldijo en incontables ocasiones. Rompió todos los dibujos que había realizado, inspirado en su musa; los pisoteó y quemó mientras maldecía la vida, maldecía a la gente y más a quien lo llamara fenómeno.

Pero ahí estaba ella... Su foto en el pasillo, junto a la de otros seis. La leyenda que rezaba bajo su cuadro era absolutamente deliciosa para los ojos de Anton: "Descanse en paz, Karen Marcell, 1985 - 2003".

Ahí estaba la presumida y arrogante Karen, con su sonrisa perfecta y su cabellera dorada. Ya no podría seducir a ningún hombre, nunca más. Su belleza había sido consumida por las flamas.

"Eso y más te merecías", pensaba Anton sin ningún remordimiento o compasión.

Anton no quiso matar a nadie el día del incendio, o al menos eso fue lo que le dijo a su amigo Charly, pero las cosas se salieron de control. Ellos sólo querían jugarle una broma a los pobres idiotas que se habían reunido para festejar. Anton convenció a Charly de que llevara los petardos a la casa de campo. Sólo los encenderían para ver a la gente correr al escuchar el estruendo. La fiesta terminaría antes de lo previsto.

Charly, quien ya había acompañado a su amigo en otras ocasiones en pequeños actos delictivos, pensó que esta sería otra buena idea como siempre, y que pasaría un rato muy agradable.

No supo en qué momento las cosas salieron mal. Él sólo recordaba haber encendido los petardos en el extremo del jardín, al lado de donde estaba el templete musical. Uno de los petardos terminó explotando cerca del equipo de sonido, y entonces todo comenzó a arder. Estaba tan asustado que ni siquiera se percató cuando Anton lo sacó casi a rastras del lugar.

Después, todo fue silencio. No supo más de su amigo hasta el día siguiente en que lo llamó por teléfono.

—¿Cómo estás? —le preguntó la voz inexpresiva al otro lado del auricular.

—Bien, Anton —dijo Charly a punto de llorar—. Nosotros... —sollozó— ...tú...

La voz fría de Anton lo cortó:

—Tú y yo nada. Yo no diré nada, así que espero que tú también hagas lo mismo. Si no guardas silencio, diré que fuiste tú. Al fin y al cabo, tú fuiste el que compró y encendió los petardos.

Charly no dijo nada, pero Anton entendió que callaría por el resto de su vida. O al menos eso pensó.

 




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