En Tus Sueños

X. Isabel

Mi madre siempre fue un enigma para mí. Era como si todas sus memorias las hubiera guardado en un cajón, para luego cerrarlo con llave para siempre. Como si hubiese nacido el día en que se casó con mi padre. Ésa era la parte de su vida que todos conocíamos. Más bien, que creímos conocer.

A pesar de su delicada salud, poseía una fortaleza increíble e inquebrantable. Los médicos que no le daban muchas esperanzas en su juventud, se habían quedado sin palabras cuando su voluntad férrea resultó ser más grande que su enfermedad.

A veces la sorprendía mirándose en el espejo, sentada en su coqueta de cuento de hadas que tanto le gustaba. Sus hermosos ojos grandes y rasgados parecían mirar a través del cristal. No era su reflejo lo que ella miraba. Pareciera como si su mente viajara a través del tiempo a otro lugar que sólo ella conocía.

Tenía el porte de una reina. Yo solía observarla cuando dejaba la puerta de su habitación entreabierta. Ahí sentada, mientras permanecía con su mirada fija en el espejo con marco de mármol, acariciaba siempre un objeto que colgaba de su cuello.

Mi padre la había hecho feliz sin duda. No recuerdo haber visto nunca una pelea ni un tono de voz elevado. Aunque yo era pequeña cuando él falleció, siempre creí que había vivido en un hogar feliz, donde los problemas de la vida diaria se quedaban afuera en cuanto él entraba a la casa y cerraba la puerta.

Mi madre aún era muy joven cuando enviudó; lo era aún a mis veinte años, pero no pensó siquiera en casarse por segunda vez. Sabía que no encontraría a un hombre tan maravilloso como mi padre. tampoco estaba segura de que su delicado corazón soportara otra pena.

Después de la dolorosa partida de mi padre, nuestra relación cambió. Supongo que fue porque él nos abandonó justo cuando yo empezaba mi transición de niña a mujer. No existió nadie con quién pudiera compartir mis inquietudes. En mi adolescencia y juventud, ella fue más mi madre que mi amiga. Su perfecto hermetismo siempre me impidió acercarme. No recuerdo si alguna vez secó mis lágrimas o me dio palabras de aliento cuando alguien me rompió el corazón. Aun así era mi madre, y yo la quería.

En nuestra modesta casa en Lynn teníamos sólo lo indispensable para vivir. Sabía que ella fue una joven inmensamente rica que renunció a todos los lujos cuando aceptó casarse con un hombre que pertenecía a la clase media. Nunca exigió nada más que lo que mi padre podía darle. Y a pesar de que pudo haber solicitado la ayuda de mi abuelo, quien aún conservaba su copiosa fortuna en esos tiempos, decidió confiar en su esposo y comenzar una nueva vida.

Una calurosa noche de verano me dirigí a su habitación con la esperanza de hablarle. Al igual que siempre, algo me impidió acercármele. Me detuve, como solía hacerlo, ante la puerta, incapaz de tocar.

La encontré adorablemente vestida con un camisón de seda; por primera vez en mucho tiempo había liberado sus cabellos del rodete alto con el que siempre los sujetaba. Se extendían como una cortina sobre su espalda. Quise coger la perilla y abrir la puerta, o tocar para que se diera cuenta de mi presencia. Iba por un consejo, un consejo de madre. Pero me detuve mientras seguía atenta los delicados movimientos con los que el cepillo de paleta recorría su cabellera. Entonces, algún pensamiento debió cruzar por la mente de mi madre, porque dejó el cepillo de lado y corrió hacia su ropero, como si quisiera cerciorarse de que algo que era importante para ella aún continuara ahí dentro. Me acerqué aún más a la abertura de la puerta. Espiar a mi madre no me hacía sentir nada bien, pero ella no me dejaba otra opción. Yo quería conocerla, saber quién era la mujer que vivía conmigo y que decía ser mi madre. Y si tenía que esconderme, lo haría.

Sacó una sencilla caja de cartón verdusco. Movió los dedos ágilmente hasta que dio con un objeto. Parecía ser un dije en forma de cruz, colgando de una cadena plateada. Abrió el broche de la cadena y la colocó alrededor de su cuello.

—Esa vulgar... —dijo en voz alta—. ¿Cómo fue que te metiste en nuestras vidas?

Tuve la sensación de que debía marcharme de ahí. Sin duda regresaría y miraría con detenimiento qué fue lo que hizo que mi madre pronunciara esas palabras.

 




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