1976. Vermont.
Era la primavera de 1976. A pesar de los malos augurios de Estela, Isabel e Irenne se habían convertido en las mejores amigas. Irenne había madurado. Se había transformado en una hermosa señorita de cabellos largos y rebeldes, figura alta y más o menos buenos modales, pero conservaba su espíritu libre y despreocupado, su alegría y espontaneidad. Isabel había dejado de lado su actitud arrogante; al contrario, era una joven bella de noble corazón, aunque todavía una parte de ella era prepotente y orgullosa. Una fracción de su compleja personalidad siempre sería indomable.
Luis Riveira tenía ya treinta y nueve años. Era un hombre en su plena madurez, atractivo e importante. Seguía dedicándose al negocio de las finanzas, que había pasado de generación en generación: su propia herencia. Invertía sabiamente en la bolsa de valores y en divisas extranjeras. Su fastuosa fortuna todavía iba en aumento. Por supuesto, al ser un hombre guapo y bien posicionado en el mundo de los negocios, no le faltaban las insinuaciones de jovencitas a las que él les doblaba la edad, o incluso de mujeres maduras o mayores que él. Sin embargo, el hombre siempre sería un esposo fiel. Fiel a su querida esposa Estela y a su amada Irenne.
Ese año Isabel e Irenne se graduarían de la preparatoria. Isabel ya había presentado su solicitud para entrar al Wellesley College. Estudiaría economía. Aunque su pasión era la música, la joven estaba interesada en aprender todo lo relacionado con el mundo de las finanzas. Pensó que al finalizar sus estudios podría entender a la perfección los negocios de su padre y hacerse cargo de alguno de ellos.
Irenne tenía cierta renuencia a asistir a una universidad. En su lugar, quería estudiar una carrera corta que le permitiera ser autosuficiente, pero sin demandarle tanto tiempo. No disfrutaba ni de las clases ni de la escuela. Estudiaba porque sabía que los tiempos estaban cambiando y el papel de la mujer en el mundo ya no se encontraba relegado. tenía que hacerse acreedora a algún título que pudiera ayudarla a sostenerse el día de mañana, en caso de que la fortuna le diera la espalda. Aunque esta idea le sonaba remota, pues seguía con la firme convicción de que encontraría a su príncipe azul, el hombre que velaría por ella eternamente.
—¡He decidido estudiar secretariado, Luis! —irrumpió Irenne con voz firme. El hombre se encontraba sentado en uno de los sillones de piel de su elegante despacho.
—¿Secretariado? —preguntó él mientras se giraba hacia Irenne—. ¿Y a qué se debe esa decisión? ¿No te gustaría ir a Wellesley con Isabel? Ustedes podrían compartir el mismo cuarto, estudiar juntas.
Irenne rió.
—¡Ya ha sido demasiado con tener que aguantarnos la una a la otra por cinco años! ¡Esta vez quiero hacer algo diferente! —puso en sus bellos ojos esa expresión vivaz que tanto divertía a Luis.
—¿Y piensas trabajar como secretaria después de eso?
—Tal vez en mis ratos libres —respondió despreocupada—. Es una carrera corta, sólo me tomará dos años, y lo único que necesito es que me compres una máquina de escribir.
—¡Será divertido ver cómo te conviertes en una linda secretaria! ¡Apuesto que muchos despachos solicitarán tus servicios! —dijo él guiñándole un ojo.
—¡Sí! ¡Será divertido! Además, aprenderé taquigrafía. ¡Podré escribir mal acerca de cualquiera de ustedes y jamás se darán cuenta!
—¡Oh! ¡Ya sabía que tus intenciones eran otras! Bueno, está bien, Irenne. Me parece una buena idea que quieras estudiar secretariado. Estaré muy orgulloso de ti. tal vez pueda recomendarte con algunos de mis amigos.
—¡Eso estaría muy bien, Luis! Pero primero tienes que darme tiempo a que empiecen las clases y yo aprenda lo esencial. Además, ¡debes comprarme una máquina de escribir moderna, ¿eh?! De esas que tienen cinta correctora, no como esta reliquia que tienes aquí —señaló una vieja máquina de escribir de los años cincuenta.
—De acuerdo, mi querida niña. Será como tú lo desees.
—¡Muchas gracias, Luis! —agradeció ella mientras abrazaba al hombre—. ¡Ahora me voy! Isabel y yo vamos a ir al centro. ¡Compraremos un nuevo sombrero para el verano!
—¿Otro más?
—¡Sí! ¡Muchos más! —Irenne salió de la habitación a toda velocidad, no sin antes volverle a guiñar un ojo.
Pasaría mucho tiempo antes de que Irenne dejara de llamar al señor Riveira por su nombre de pila. Tal vez lo más lógico y apropiado era que le dijera papá después de tanto tiempo de vivir con ellos como una hija más, pero nunca pudo sentir esa conexión filial con aquel hombre, y él se lo agradecía en silencio. Nunca vería a Irenne de la manera como veía a Isabel.
Marcos Sullivan era un joven de veintitrés años, entusiasta e inteligente. Disfrutaba del teatro, la danza, la pintura y la música. Era sensible, bondadoso y un apasionado de la botánica, hijo de padres honrados y trabajadores que con esfuerzos le habían costeado la carrera de contaduría pública. Laboraba directamente para Luis Riveira desde el invierno de 1974. Poco a poco, el joven se fue destacando hasta llamar su atención. No era del tipo que se abría paso por la vida mediante influencias o recomendaciones. trabajaba arduamente y era muy diligente en todas sus tareas. tiempo atrás Luis se había asociado con un aristócrata muy importante, Mark Hayes, para la construcción de una fábrica de papel, que inició labores en diciembre de 1969, en Bennington. Como la demanda del producto iba en aumento, pronto tuvieron que ampliar las instalaciones e iniciaron la contratación de nuevo personal para manejar nueva maquinaria. Marcos llegó a convertirse en poco tiempo, y a pesar de su corta edad, en el jefe del área de contabilidad. Luis tenía plena confianza en su desempeño. Con él consultaba algunas decisiones como qué equipo comprar y cuánto personal contratar. El joven era espontáneo y fraternal. Muy pronto él y Luis se convirtieron en buenos amigos. Ocasionalmente salían a tomar una cerveza o a jugar billar. Luis siempre gustaba de entablar relaciones con gente que él consideraba interesante, abierta, sencilla, de buen corazón y plática amena.