Anton miraba a su madre con desprecio mientras ella trenzaba su largo cabello frente al espejo. Con las mejillas enrojecidas trataba de disimular sus descompuestas facciones con maquillaje, que frotaba de arriba abajo mientras unas delicadas lágrimas rodaban sobre el rostro amoratado.
Él ya había olvidado las innumerables veces que contempló la misma escena. El gran abusador físico y mental. Ella, siempre débil, tan débil... Ni buena madre ni buena esposa. Tanto lo repitió su padre que convenció al chico de que era verdad.
Así, Melina, ante los ojos de su hijo Anton, no era una madre sino una patética mujer incapaz de reaccionar cuando su esposo la golpeaba. Ni se defendía ni hablaba con alguien, sólo se recluía en sí misma. Pudo haber escapado con sus dos hijos para darles una vida mejor, como tantas madres; ser valiente y trabajar de sol a sol para mantener a su familia lejos de los maltratos y las humillaciones. Pero fue tan cobarde que prefirió permanecer en su triste papel de mantenida.
Con frecuencia Anton se sorprendía a sí mismo pensando acerca de su progenitora de esa manera. Y por lo que respecta a su padre, a pesar de que nunca puso una mano encima de él o de su hermana mayor, tampoco mostró estima alguna hacia ellos. Les dio lo indispensable para su manutención y, a veces, un poco más. No lo odiaba pero tampoco lo quería. Afortunadamente, el hombre trabajaba tanto que no recordaba haberlo visto mucho en el hogar.
Los años despojaron a Anton de la mínima sensibilidad. tenía todo planificado. Algún día saldría de aquella casa de locos y su futuro sería prometedor. Estaba seguro de que era más importante, inteligente y capaz que cualquier persona que hubiera conocido o pudiera conocer. Se había propuesto utilizar a su familia, si es que podía llamársele de esa manera. Le tendrían que proveer de todo lo que necesitara y de su ingreso semanal. Mientras tuviera garantizado esto, podían hacer de su vida un infierno.
Además de gozar lastimando a seres más indefensos que él, Anton tenía otra pasión: la pintura. Con frecuencia sus creaciones no eran más que representaciones de sus torcidos pensamientos, siempre ensombrecidos con tintes negros, rojizos y púrpuras que hacían erizar la piel de aquel que los observase. Yo lo experimenté. Grandes figuras amorfas devorando a otras más pequeñas, haciéndose continuamente más y más grandes a lo largo y a lo ancho del lienzo. Ésas eran las grandes obras de arte del siniestro joven. también podía pintar cosas más amables si le apetecía, como paisajes, o hacer el retrato de una persona cualquiera. El resultado era impresionante, pues el chico tenía talento. Aunque todas sus pinturas, incluso las más alegres y magníficas, siempre tenían toques lúgubres.
***
Melina alisó su falda, se regaló una sonrisa desde el espejo, y dio media vuelta. Su hijo estaba recargado en el marco de la puerta.
—Anton... —pronunció apenas el nombre, con voz temblorosa Su propio hijo en ocasiones le causaba escalofríos—. ¿Necesitas algo?
—De ti nada, madre —el chico dejó escapar una sonrisa sarcástica—. Sólo he estado aquí de pie, observándote cómo una vez más maquillas tus debilidades.
—Yo... —dijo ella torciendo las manos y bajando la vista— ...he hecho algo que a tu padre no le pareció y... Anton, perdóname por ser así.
—¡Como si realmente me importara! He vivido con esto toda mi vida —rió maliciosamente y cruzó los brazos—. ¿Sabes?, madre, debería odiar a mi padre por lo que te hace, pero no lo hago; en su lugar, te odio a ti porque eres tan débil que me asqueas. Tú, tus lágrimas y tu voz me hacen sentir deseos de vomitar. Yo jamás seré como tú; tampoco como mi padre.
Ninguno de ustedes vale nada. Yo soy más grande que ustedes y seguiré creciendo, mientras tú, madre, cada vez te haces más y más pequeña.
—¡Tú no puedes hablarme así! —dijo ella recobrando el valor, mientras se avivaba una débil llama en sus ojos—. ¡Yo soy tu madre!
—¡A mi pesar! ¡Eres mi madre a mi pesar! —gritó él antes de salir del dormitorio.