Miranda de niña escuchó alguna vez de sus padres que cada acción, por más pequeña que sea, tiene sus consecuencias. Era como decía aquel relato que ejemplificaba el caos, el de la mariposa que aletea y el huracán que aparece al otro lado del mundo.
Un día Miranda iba caminando por las calles de su barrio sencillo, cuando de repente un indigente le pidió que le diera algo de comer, lo que fuera. Ella negó casi de inmediato, iba con prisa a su trabajo y estaba casi segura de que el tipo se iba a drogar, o algo por el estilo. Tanta prisa tenía que a duras penas notó que no le estaba pidiendo dinero.
Con prisa llegó al trabajo y con prisa se fue. No le había ido nada bien ya que no trabajó con la mejor actitud y dejó el lugar antes de tiempo. A partir de ese día, tuvo un montón de problemas y tristezas y no les encontraba razón.
Una mañana, cuando Miranda caminaba hacia su trabajo, un carro conducido por un ebrio se descontroló y la atropelló. Sobrevivió, pero de milagro. Y justo cuando iba a empezar a preguntar a gritos por qué le pasaba esto y aquello y a decir que no se lo merecía, recordó el relato de la mariposa y entendió que su actitud era la gran causal de todo aquello.
Miranda cambió su actitud y empezó a llevar una vida como siempre la había querido: haciendo el bien cada vez que podía, haciendo sonreír a todo mundo.
Pero lo más hermoso, definitivamente, era la consecuencia de todo eso: ella estaba cambiando el mundo con sus acciones, sin saberlo.
Así una chica contó su historia abiertamente, en algún mundo de ficción