Enamorada de tu oscuridad | Saga: Descendientes

CHP 3

En el cielo…

—Supremo, no estamos de acuerdo con las decisiones que ha tomado últimamente. —La voz del ángel resonó en medio del salón dorado como un trueno que no debía existir allí—. ¿Por qué dejar la tierra en manos de una diosa que apenas empieza a conocer sus propios errores?

Un murmullo inquieto recorrió la asamblea. Las alas se agitaron, algunas con indignación, otras con duda.

—¿Te atreves a cuestionar las decisiones de tu líder? —intervino Miguel, cuya sola presencia hacía temblar a los más jóvenes. Con un solo movimiento, desenvainó su espada de fuego. El filo ardió, iluminando los rostros tensos de los presentes—. Siembra dudas en este lugar y serás tratado como lo que eres: un traidor.

El ángel tragó saliva, pero no retrocedió. La tensión era tan densa que parecía que el cielo mismo contenía la respiración.

—¡Miguel, baja tu espada! —La voz del Supremo se alzó, cálida, pero cargada con la autoridad de mil siglos.

—Sí, mi señor… —Miguel obedeció de inmediato, aunque el fuego de su arma seguía crepitando como si también compartiera su furia.

El Supremo se levantó de su trono. La calma con la que solía envolver a sus hijos estaba ausente; en su lugar había una cólera silenciosa que estremecía hasta el mármol bajo sus pies.

—No sé qué los ha llevado a pensar de manera diferente —tronó, y cada palabra retumbó en los corazones de los presentes—. Pero tengan muy claro algo: ¡no permitiré este tipo de comportamiento jamás!

Los ángeles se removieron inquietos. El cielo ya no era el mismo. La armonía perfecta había sido quebrada y, como un cristal resquebrajado, bastaba una mínima presión para que se hiciera pedazos.

Algunos bajaron la cabeza en señal de obediencia. Otros, en silencio, apretaron los puños. Había desconfianza, miedo… y algo peor. Una fuerza oscura, imperceptible, había empezado a envenenar sus pensamientos.

Los que aún permanecían puros no podían comprenderlo: ¿por qué una semidiosa, una impura, debía ocupar un lugar entre los guardianes del orden del mundo? ¿Por qué alguien con sangre incompleta podía decidir sobre el destino de la tierra?

Un ángel dio un paso adelante, temblando, pero firme.

—Lo lamento… —sus ojos se alzaron hacia el Supremo con una mezcla de respeto y furia—. Pero no permitiré que esa niña tome el mando de la tierra. Y si usted no me lo permite… ¡entonces lo tomaré por la fuerza!

El silencio cayó como una sentencia.

El Supremo levantó un dedo. Solo un gesto. Un chasquido en el aire.
Y el ángel desapareció en un milisegundo, reducido a cenizas que el viento celestial se llevó sin dejar rastro.

Un estremecimiento recorrió a los presentes. Nadie habló. Nadie respiró.

—Miguel —ordenó el Supremo, sin alzar la voz—, ve con Uriel.

—A sus órdenes.

—Acaben con todos los que se opongan. No quiero que ninguno quede vivo.

El rostro de Miguel se endureció. El de Uriel, más sombrío aún. Pero ninguno vaciló. Como arcángeles, como jefes del ejército celestial, tenían un deber: obedecer. Y así lo hicieron, desplegando sus alas con un estruendo que partió el cielo.

La guerra estalló en el paraíso.

El resplandor de las espadas de fuego tiñó de rojo las nubes blancas. El canto sagrado de los ángeles se convirtió en gritos, en rugidos, en lamentos. Los cielos que una vez habían sido el refugio de la paz se transformaron en un campo de batalla sin piedad.

Uno tras otro, los rebeldes caían bajo el filo de Miguel y Uriel. La sangre celestial —luz pura, incandescente— se derramaba sobre las columnas de oro. El orden se mantenía… a costa de la masacre.

Pero mientras la atención del Supremo se centraba en sofocar la rebelión, otros, en las sombras, tramaban algo mucho peor. Entre los pasillos olvidados del Edén, lejos de la mirada de los arcángeles, manos traidoras liberaban un poder que jamás debió ser tocado.

El peor de los males que la tierra había conocido.

Los elementales.




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