.Todo empezó un lunes.
Y no cualquier lunes, sino uno de esos en los que el universo se despierta de mal humor y decide usarme como entretenimiento. Me levanté tarde, me puse la blusa al revés, y mi delineador decidió declararse en huelga.
Llegué al café “Latte y Drama” (nombre muy apropiado para mi vida), con la esperanza de que al menos la cafeína me diera ganas de existir. Estaba buscando una mesa libre cuando lo vi.
Él.
El tipo de hombre que parece sacado de una serie romántica de Netflix: camisa blanca perfectamente planchada, cabello oscuro con ese desorden calculado que solo logran los que se peinan veinte minutos, y una sonrisa capaz de revivir a un cactus.
Yo me quedé mirándolo como si el tiempo se hubiera detenido. Bueno, el tiempo y mis neuronas. Ni siquiera me di cuenta de que el barista me estaba hablando.
—¿El de siempre, Sofía? —me preguntó, levantando una ceja.
—¿Qué? Ah, sí… lo de siempre… o lo que sea que me haga parecer interesante.
El barista suspiró. Yo seguía mirando al desconocido. Él se acercó al mostrador, sacó su billetera, y ahí sucedió el primer milagro: me sonrió.
Una sonrisa perfecta, amable, de esas que hacen que el corazón te diga: “corre, que esto puede doler”.
—¡Amo tu tatuaje! —le dijo al barista—. ¿Es de Sailor Moon? ¡Ícono absoluto!
El barista se rió, y yo también… aunque no tenía tatuajes ni idea de por qué. Mi cerebro solo pensaba: Tiene sentido del humor. Es educado. Tiene dientes perfectos. Dios, mándame un cartel que diga: “es el amor de tu vida”.
Nos cruzamos otra vez la mirada.
—¿Puedo sentarme aquí? —preguntó él, señalando la silla frente a mí.
Y ahí mi alma abandonó el cuerpo.
—Claro, sí, o sea… siéntate, o sea, bueno, si quieres, digo, no te obligo, o sea—
Él rió. Yo quería desaparecer en el fondo del latte.
—Me llamo Julián —dijo, extendiendo la mano.
—Sofía —respondí, intentando no sonar como una aspirante a concurso de nervios.
Pasamos casi una hora hablando. Era inteligente, encantador y sabía más de perfumes que yo de series turcas (y eso es mucho decir). Cuando se fue, me dejó su número, una sonrisa y un aroma que olía a esperanza.
Esa noche, le conté todo a mi mejor amiga, Laura.
—¿Y te dio su número? —preguntó ella, masticando papas fritas.
—Sí.
—Y tú crees que le gustas.
—Obvio, ¿por qué no?
—Mmm… ¿no será que es demasiado perfecto?
—¿Qué insinúas?
—Nada, solo que los hombres tan pulcros, tan organizados y tan atentos… suelen tener novio.
La miré con cara de ofendida profesional.
—Laura, por favor. No todos los hombres amables son gays.
—Ya veremos —dijo ella con una sonrisa traviesa—. Pero si lo es… al menos vas a tener el mejor amigo con quien ver RuPaul.
Reí, convencida de que estaba exagerando.
Spoiler: no lo estaba.
Editado: 08.10.2025