Enamorada de un gay

2

Desde el día en que conocí a Julián, no he vuelto a mirar igual una sonrisa.
Porque sí, hay sonrisas bonitas, hay sonrisas encantadoras, y luego está la suya: esa mezcla letal de ternura y confianza que hace que cualquier mujer pierda tres neuronas por segundo.

Esa noche me dormí repasando cada palabra que habíamos dicho. Soñé con él, con cafés eternos, con paseos en la playa y con una versión mía que no se atragantaba cuando hablaba.
Al despertar, revisé el teléfono con el corazón a mil: ¡tenía un mensaje suyo!

> “Sofi, me encantó conversar contigo. ¿Te gustaría salir mañana a hacer algo divertido?”

Divertido. Esa palabra podía significar cualquier cosa: desde una cita romántica hasta ayudar a rescatar perritos callejeros. Pero en mi mente, obvio, era una cita.

Pasé la mañana eligiendo ropa. Mi clóset parecía zona de guerra.
—¿Qué te vas a poner? —preguntó Laura, tirada en mi cama, disfrutando de mi desesperación.
—Algo que diga: ‘soy relajada, pero tengo estilo’.
—O sea, algo que no tienes —respondió, riendo.
Le lancé un cojín.

Finalmente opté por una blusa blanca y unos jeans ajustados. Natural, elegante, y lo suficientemente cómoda como para huir si algo salía mal.

Nos encontramos en el centro comercial. Julián estaba frente a una tienda de ropa, con una sonrisa de comercial de pasta dental.
—¡Sofí! —me saludó con un beso en la mejilla.
Y ahí, otra vez, ese aroma. No sé qué perfume usa, pero debería venir con advertencia: puede causar ilusiones peligrosas.

—¿Qué haremos? —pregunté.
—Te tengo una sorpresa —dijo con entusiasmo—. Vamos de compras.

“De compras”. No “a comer”, no “al cine”, no “a dar un paseo romántico”. De compras.
Pero mi cerebro, optimista y tonto, pensó: quizás quiere ver ropa para impresionarme.

Spoiler: tampoco.

Entramos a una tienda y, en cuestión de segundos, Julián se transformó en experto de moda.
—Ese color no te favorece, te apaga la piel. Prueba con tonos cálidos.
—¿Desde cuándo sabes tanto de colores? —pregunté, fascinada.
—Desde siempre. ¡Y mírate, tienes figura para todo!

Casi me desmayo. Un hombre diciéndome eso con total seguridad… ¿cómo no enamorarse?

Luego vi cómo saludaba efusivamente a un vendedor alto, rubio y con más pestañas que yo.
—¡Carlos! ¡Amor, cuánto tiempo! —le dijo Julián, abrazándolo como si fueran viejos conocidos.
Y ahí, justo ahí, sentí cómo mi burbuja empezaba a tambalearse.

Mientras ellos hablaban de una nueva línea de camisas satinadas, yo observaba en silencio, con una sonrisa tonta y el corazón haciendo cálculos.
No puede ser gay.
No puede ser gay.
Por favor, universo, no me hagas esto otra vez.

Después de media hora de risas, telas y comentarios tipo “esa textura no”, salimos del local con tres bolsas que no eran mías.
—¿Y tú no compraste nada? —le pregunté.
—No, esto era para un proyecto de fotos. Pero te juro que me la pasé genial contigo. Eres muy divertida.

“Divertida.”
La palabra que toda mujer odia escuchar del hombre que le gusta.
“Divertida” es el primo amable de “te veo como una amiga”.

Nos despedimos con un abrazo. Largo. Cálido. Con olor a confusión.

Esa noche, Laura me llamó.
—Entonces, ¿cómo fue tu cita?
—Increíble. Es atento, dulce, tiene gusto para todo…
—Y es gay, ¿verdad?
—¡No! Bueno… creo que no.
—Sofía. Te llevó de compras.
—Eso no prueba nada.
—¿Te ayudó a combinar la blusa?
—Sí, pero…
—¿Dijo algo de texturas?
—Tal vez.
—Ajá.
Silencio.

Y fue ahí, mientras ella reía al otro lado del teléfono, cuando comprendí que mi corazón acababa de tropezar con su error favorito: enamorarse de alguien imposible.

Pero claro, yo aún no lo aceptaba. No, no. Todavía me quedaban varias dosis de negación y una larga lista de señales por ignorar.



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En el texto hay: humor, amor, amistad

Editado: 08.10.2025

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