Ofelia ni siquiera hizo la finta de ponerse de pie al escuchar la llegada de un mensajero. Le dio un sorbo a su taza de té con toda la tranquilidad posible, ¿para qué ilusionarse pensando que podía tratarse de una carta de su padre?
Tras tantos días esperando saber de él, por fin le estaba quedando claro que a él su sufrimiento le era indiferente y, por lo tanto, Ofelia estaba determinada a mostrarse indiferente también.
Los Grimaldi no eran personas cálidas, era una pérdida de energía esperar una actitud compasiva de su parte. El dolor que sentía era únicamente suyo y solo en sus manos estaba poder superarlo, no dejar que el hombre de los dientes de oro la siguiera atormentando en sueños.
Ofelia no sabía cómo, pero estaba determinada a pasar la página.
—¡Ya nació! ¡Ya nació! —exclamó Ruth a todo pulmón en la estancia contigua.
Ofelia alzó el rostro al tiempo que las puertas del salón se abrían de par en par. Ruth entró prácticamente a brincos, llevaba las mejillas encendidas de felicidad.
—¿No me escuchaste? ¡Ya nació el hijo de Duncan! Un varoncito perfectamente sano, ¡qué maravilla! —dijo con el júbilo de quien es abuela por primera vez—. Ofelia, no te quedes ahí sentada. ¡Levántate! Tenemos que ir con ellos cuanto antes.
Ruth no esperó la respuesta de su hija, salió disparada hacia el vestíbulo dando grandes muestras de alegría.
Ofelia se levanto de su silla, las patas rasparon el suelo, pero ella no reparó en el desagradable sonido. Estaba demasiado asombrada en cómo la noticia del nacimiento de su sobrino había dado fin a la ley de hielo de su madre. Ruth estaba tan emocionada que había olvidado que no le estaba dirigiendo la palabra a Ofelia. Tal vez no era la forma en la que ella hubiese querido que su madre superara su enojo, pero lo aceptaría de cualquier modo. Vivir bajo el mismo techo con alguien que no te habla resulta insufrible, aun si se trata de una enorme mansión.
Menos de diez minutos después, ambas mujeres iban en el carruaje en dirección a la casa de Duncan, el primogénito de los Grimaldi.
A diferencia de Fabián, quien le rehuía al matrimonio como si fuese una calamidad, Duncan se había casado tan pronto como el amor se había presentado a su vida. Muchos solteros en su misma posición se tomaban su tiempo para elegir esposa, pero no Duncan, él casi había mostrado prisa por desposarse.
Ofelia sospechaba que la urgencia de Duncan por casarse tenía que ver con su anhelo de gozar de un entorno familiar cálido que sus padres jamás les habían brindado. Su deseo ya era una realidad, ahora él y su esposa Marcia eran los orgullosos padres de un pequeño. Duncan tenía la oportunidad de empezar de cero, hacer las cosas mejor y, tal vez algún día, Ofelia también podría hacerlo.
El carruaje se detuvo poco después frente al hogar de Duncan. Ruth bajó prácticamente de un brinco y se precipitó al interior, sin siquiera esperar a Ofelia. El ama de llaves las llevó a la recámara principal, en donde Marcia yacía sobre la cama con su pequeño en brazos.
Ruth tomó a su nieto, conmovida hasta las lágrimas. Normalmente no era una mujer emotiva, pero la llegada de su primer nieto le provocaba una emoción indescriptible que no podía, ni quería, contener. A sus ojos, su marido era un infeliz, Ofelia y Fabián eran una decepción, pero su Duncan lo estaba haciendo todo bien, su primogénito era su mayor fuente de orgullo.
Marcia contrajo ligeramente el rostro mientras observaba a su suegra. Habría preferido que Duncan estuviera consciente en estos momentos y no durmiendo a pierna suelta sobre el sillón, pero sabía que su esposo había estado a su lado la noche entera durante la labor de parto y no deseaba despertarlo por la llegada de sus parientes; así que tendría que arreglárselas sola con las Grimaldi, un par de mujeres nada sencillas en su experiencia.
—¿Te sientes bien? —preguntó Ofelia, dado que su madre ni siquiera se había dignado a preguntar por el estado de su nuera, simplemente había tomado a su nieto como si Marcia estuviese pintada.
—Algo adolorida, pero contenta —dijo ella en voz suave, no queriendo despertar a Duncan—. ¿Quieres cargarlo?
Ofelia miró a su sobrino un instante antes de negar. En realidad sí quería, pero el bebé se veía tan frágil y pequeño que le daba miedo lastimarlo.
—Sabes que Ofelia es una egoísta, ni su propia familia le importa —dijo Ruth sin despegar los ojos de su nieto.
Ofelia puso los ojos en blanco, había sido adelantado pensar que su madre ya la había perdonado.
Un cabezazo y Duncan despertó, sus ojos inyectados de sangre parpadearon un par de veces antes de enfocar a su madre y a su hermana.
—Felicidades, Duncan, ahora eres padre —dijo Ruth cambiando su tono de forma radical.
—¿A qué hora llegaron? —preguntó él con voz rasposa.
—Hace tan solo un momento —le aclaró Marcia, tratando de ocultar en su voz que prefería que las Grimaldi no estuvieran ahí.
—Nos apresuramos a llegar en cuanto recibimos la noticia, queríamos conocer al nuevo miembro de la familia —dijo Ruth con una sonrisita de orgullo.
Duncan movió el cuello de un lado al otro, ni siquiera se dio cuenta de en qué momento se quedó dormido sobre el sillón.