Enamorada del heredero

Capítulo 5

El mayordomo entró al salón con expresión medrosa, temiendo el efecto que su anuncio pudiera tener en la madre de su patrón.

—El señor Grimaldi se encuentra en el vestíbulo —avisó en voz suave, como si aquello pudiera mitigar el golpe.

Los tres hermanos giraron su atención hacia su madre. Como esperaban, el rostro de Ruth se contrajo en una mueca parte enojo, parte dolor.

—¿Está aquí? ¿A qué viene? —preguntó al tiempo que se levantaba de su asiento.

—Yo le escribí —contestó Duncan poniéndose de pie también.

Ofelia y Fabián intercambiaron una rápida mirada, sabiendo que su madre no iba a tomarse bien aquello.

—¿Cómo pudiste? —preguntó Ruth en tono de que se sentía traicionada por su propio hijo.

—Por favor, entiende, también es su nieto, por supuesto que iba a avisarle a papá del nacimiento —explicó Duncan tratando de guardar la calma.

El estómago de Ofelia se contrajo de dolor, su padre había viajado a la ciudad para conocer al bebé, pero a ella ni siquiera le había podido escribir tras su secuestro.

—Bien, pues preséntale al niño, yo no me quedaré. Ofelia, vámonos —dijo Ruth con aire digno.

—Mamá, quédate, creo que podemos tener un momento civilizado, ¿no es así? —pidió Fabián en tono de hartazgo.

Ruth se giró con violencia hacia su hijo menor, sus ojos lo atravesaron llenos de furia.

—Puede que tenga que tolerar a tu padre en eventos públicos para guardar las apariencias, pero no pienso sufrir su compañía en privado —expuso dolida—. Me voy. Ofelia, apresúrate.

Sin decir más, Ruth salió por la puerta que daba al jardín con Ofelia pisándole los talones. Dado que el patriarca de los Grimaldi se encontraba en el vestíbulo, Ruth estaba optando por rodear la casa por el jardín para evitar toparse de frente con su marido. La escena era tan cómica que Fabián casi suelta una risotada, a no ser porque su hermano mayor le codeó las costillas para contenerlo.

Ofelia siguió a su madre entre los arbustos, la indignidad de tener que salir a hurtadillas hacía que las entrañas le ardieran. Su madre era una dama, no merecía tener que escabullirse de la casa de su hijo cuando ella no había sido quien traicionó a la familia.

Tal vez no mantenía la mejor relación con su madre, pero eso no significaba que Ofelia fuera indiferente ante la injusta situación a la que su padre la sometía.

Lo primero que vieron al llegar a la parte delantera de la casa fue el carruaje de Evander Grimaldi aparcado frente a la escalinata de acceso. Su propio carruaje se encontraba a unos metros aguardando por ellas. Ofelia le hizo un ademán apresurado al cochero para que se aproximara. Al hacerlo, creyó percibir movimiento dentro del carruaje de su padre por el rabillo del ojo.

Ofelia sintió que el piso bajo sus pies se abría para tragarla, ¿estaba ella adentro? La posibilidad le revolvió el estómago.

—¿Crees que la haya traído? No sería tan descarado, ¿o sí? —preguntó Ruth tensando cada palabra.

—No, por supuesto que no lo haría —contestó Ofelia al instante, tratando de actuar con ligereza.

En realidad Ofelia pensaba que su padre era lo suficientemente descarado como para traer a su amante en el carruaje con él; es más, estaba segura de que ella estaba dentro mirándolas por detrás de la cortinilla, pero era mejor ahorrarle el disgusto a su madre, fingir que todo estaba bien.

Ruth se apresuró dentro de su carruaje tan pronto como este se detuvo delante ellas, Ofelia la imitó con la misma premura. Necesitaban salir de ahí.

—Qué ocurrencias de Duncan —se quejó Ruth en cuanto se pusieron en marcha.

Ofelia no contestó, no veía caso en hacerlo. La culpa no era de Duncan, él tenía todo el derecho de compartir su felicidad con su propio padre; que Evander hubiera fallado como marido, no quitaba que siguiera siendo el patriarca de los Grimaldi. De hecho, los dos hijos varones seguían llevando una buena relación su padre, al menos tan buena como la frialdad familiar lo permitía. Solo Ofelia lo resentía por haberse enamorado de otra mujer, pero no tanto por haber traicionado a su madre, sino por el hecho de que hubiera sido con alguien a quien ella tanto amaba.

Hacía cinco años, su padre se había ido de casa para poder vivir al lado de la señorita Campanella, la antigua institutriz de Ofelia, de quien, según contaba, se había enamorado ciegamente.

Para Ofelia la noticia había sido un doble golpe, no solo por el abandono de su padre, sino por misma señorita Campanella a quien ella consideraba una amiga más que su institutriz. Debido a la envidia que la peculiar belleza de Ofelia despertaba en otras niñas, hacer amigas siempre se le había dificultado y con sus nanas nunca había logrado entenderse; Julia Campanella había sido la primer persona que le había mostrado simpatía y comprensión, a lo que Ofelia había correspondido con un cariño desmesurado. El hecho de que la señorita Campanella hubiera cimbrado a su familia sin pensárselo dos veces había quebrado a Ofelia de formas que no sabía que eran posibles a su corta edad. Por eso no creía en las amigas, no veía sentido en ser leal a otra mujer, Ofelia había aprendido bien que las mujeres no son amigas de las mujeres y llevaba la penosa lección tatuada en el alma.




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