Enamorada? Pero... Si no es primavera.

CAPÍTULO 3

👔 Capítulo 3 — Martín

Rodrigo y yo llegamos al bar de siempre. Justo al entrar, casi chocamos con Lina, que sale con el abrigo en una mano y el móvil en la otra.

—¡Vaya! Llegáis tarde para que os invite, ya me voy —dice, sonriendo.

—Qué oportuna —responde Rodrigo.

—Siempre. Que os aproveche —añade, y se despide con un gesto antes de desaparecer por la puerta.

Rodrigo me mira y niega con la cabeza.

—Tiene más vida social que agenda.

—Y más energía que la cafetera de la agencia —respondo.

Nos sentamos junto a la ventana. El camarero nos sirve dos cañas sin preguntar, como si ya supiera. Rodrigo le da las gracias y luego me mira con esa sonrisa de quien viene con intenciones de charla.

—Bueno —dice—, ahora que no hay testigos… ¿Vas a seguir fingiendo que mi hermana no te gusta?

Suspiro. Ya empezamos.

—Rodrigo, no me gusta tu hermana.

—Claro —asiente—. ¿Y yo soy diseñador gráfico?

—No, tú eres un jefe entrometido.

—Y tú eres un pésimo mentiroso —replica, muy tranquilo—. Te conozco desde la universidad, Martín. Sé cuándo algo te remueve. Hoy, por ejemplo, cada vez que ella hablaba, tú ponías cara de que intentabas recordar la tabla periódica.

—Estaba concentrado.

—Sí, en no sonreír como un bobo.

Le doy un trago a la cerveza para ganar tiempo. Rodrigo siempre ha sido un experto en desarmar mis silencios.

—A ver —digo—, Carolina es una buena compañera. Es creativa, lista, divertida. Pero también es de las que no creen en el amor, y yo… soy todo lo contrario.

—Justo por eso os puse juntos en este proyecto —responde, tan ancho—. Me encantan los contrastes.

—No somos un anuncio de yogur —replico—. La campaña va a ser un campo minado. El público no va a saber si está viendo un anuncio de perfume o un drama de sobremesa.

—O una historia que vale la pena —dice, encogiéndose de hombros—. Depende de cómo lo mires.

—No voy a liarme con tu hermana —le recuerdo.

—No te estoy pidiendo que te líes con ella. Te estoy preguntando si te gusta.

Lo miro y él me devuelve la mirada, paciente, casi divertido.

—¿Y si dijera que sí?

—Diría que ya era hora de que lo admitieras.

—Pues no —digo—. No me gusta.

—Ajá.

—¿Qué “ajá”?

—¡Es ese tono de voz! El que usas cuando mientes sin querer. Lo hiciste igual cuando decías que no te importaba suspender Filosofía en primero.

Sonrío a mi pesar.

—Eras igual de pesado entonces.

—Y tu igual de transparente —dice, levantando la jarra para brindar—. Venga, por las negaciones mal disimuladas.

Chocamos los vasos.

—Mira —digo—, si te sirve de algo, si me cae bien, pero no pasa de ahí. Carolina es complicada. No cree en el amor y no quiere líos. Yo, en cambio, soy un tipo simple: creo en el amor, pero no en los juegos. No sabría tener algo que ya sabes que se acaba antes de empezar.

Rodrigo asiente despacio, como quien se guarda una carta que aún no quiere enseñar.

—Una pena —dice—. Porque si te sirve de algo, creo que tú no le eres indiferente.

Me quedo quieto, sin saber si reír o tomarlo en serio.

—¿Eso crees?

—Lo sé. Carolina puede decir misa sobre que no cree en el amor, pero no se toma la molestia de discutir tanto con alguien que le da igual. Y contigo, se esfuerza.

No sé qué responder. Bebo otro trago.

—Eso no demuestra nada.

—No, pero tampoco lo niega —responde, con media sonrisa.

Nos quedamos en silencio un momento. Él me da un golpecito con el dedo en el vaso.

—Solo piénsalo. Mi hermana merece a alguien que la haga feliz. Aunque ella grite a los cuatro vientos que lo es.

—Rodrigo, creo que ahora eres tú el que ve historias de amor en las cajas del supermercado.

—Y tú ves excusas donde hay miedo —contesta sin perder la calma.

Nos quedamos un momento callados. La música del bar es suave, casi no se oye. Rodrigo rompe el silencio con un gesto más serio.

—Escúchame. Si alguna vez decides intentarlo con Carolina, hazlo bien. No a medias, ni escondido. Mi hermana no soporta a los que andan con rodeos. Si vas a ir, ve con todo.

—No pienso ir a ninguna parte —respondo, aunque me suena poco convincente incluso a mí.

—Perfecto —dice, levantándose—. Entonces mañana intenta no mirarla como si fuera la última Coca-Cola en el desierto. O, en este caso, de la agencia.

—No exageres.

—No. Pero tú tampoco lo niegues tanto, que al final te lo vas a creer tú también. Y ambos sabemos que es tu criptonita.

Sonríe, deja unas monedas sobre la mesa y se encamina hacia la puerta.

Yo lo sigo.

Afuera, el aire es fresco y el ruido del bar se apaga detrás.

—Buenas noches, jefe.

—Buenas noches, cuñado —responde, medio en broma, medio serio.

Lo veo alejarse y me río solo. Camino despacio hasta el metro, pensando que, tal vez, sí tiene razón.

No lo admito en voz alta, por supuesto, pero hay algo en cómo Carolina dice mi nombre que me deja el día patas arriba.

Y si eso no es gustar, no sé qué será.




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