🌸 Capítulo 18
Carolina.
—Es miércoles…
Lo digo en voz alta al entrar en la oficina, como si así pudiera convencerme de que no estoy equivocada.
—Es miércoles, ¿no? —repito—. ¿Seguro?
No sé por qué, pero algo en mi cabeza me dice que es jueves.
Rodrigo levanta la vista del ordenador con cara de pocos amigos.
—Tan seguro como que tenemos reunión en una hora con el cliente de vuestro proyecto de San Valentín.
Martín y yo nos miramos al mismo tiempo.
—¿Una reunión? —pregunta—. Pero si la presentación era para la semana que viene.
—Pues… se ha adelantado —dice Rodrigo, levantándose—. El cliente está en la ciudad y ha querido aprovechar para ver cómo vamos.
—Genial… —murmuro.
Nada me gusta menos que las sorpresas. Y menos todavía cuando vienen con traje caro y exigencias.
Una hora después estamos en la sala. Martín se coloca a mi lado y Rodrigo frente a nosotros. El cliente ya está sentado cuando entramos. Traje impecable, reloj caro, postura relajada… pero en cuanto levanta la vista y me ve, sonríe.
Mierda.
—Vaya —dice—. Si es Carolina Serrano.
Lo reconozco al instante.
Daniel Ortega.
Empresario, encantador cuando quiere, con el ego y la mente más frágil que he conocido nunca.
Hace tiempo que nos conocemos, demasiado para lo poco que significó. Me invitó a cenar y acepté. Fue una cita horrible; el típico machista de manual. Después insistió en repetir. Varias veces. Yo acabé aceptando… y luego lo planté. Y ahí murió todo.
Después de esa cena intentó invitarme de nuevo. Insistió varias veces hasta que acepté… y luego cancelé. Volvió a insistir y luego lo planté. Ahí se quedó nuestra historia.
—Daniel —respondo—. No sabía que este proyecto era tuyo.
—Hay muchas cosas de mí que no sabes —dice, con una sonrisa ladeada.
Martín se mueve ligeramente en la silla. No sabe nada de esto, pero la tensión se nota.
Empiezo la presentación. Hablo del enfoque, del tono, del mensaje. San Valentín sin exageraciones, sin promesas irreales, sin artificios. Daniel escucha sin interrumpir, pero no me mira. Mira a Martín.
—Interesante —dice cuando termino—. Aunque esperaba algo más… evidente.
—¿Evidente cómo? —pregunto.
—Más claro, con menos rodeos —responde—. Esto es una campaña sobre el amor. No hace falta tanta contención.
Aprieto la mandíbula.
—Precisamente por eso —respondo—. El público está cansado de exageraciones.
Daniel sonríe despacio.
—Tú siempre tan medida, Carolina —dice—. Me sorprende que te hayan puesto al frente de un proyecto así.
Rodrigo se remueve en la silla. No entiende qué está pasando.
—¿Por qué? —pregunto.
—Porque este tipo de campañas suelen funcionar mejor cuando quien las dirige conecta con el concepto —dice—. Y tú… bueno, nunca has sido muy partidaria de estas cosas.
El silencio cae como una losa.
Sé lo que está haciendo. Quiere exponerme. Quiere hacerme dudar de mi trabajo.
—Mi opinión personal no influye en mi trabajo —respondo—. Esto va de estrategia.
—Para mí no —dice—. Si vendemos amor, quiero a alguien que crea en él.
Antes de que pueda contestar, Martín habla.
—Con todo respeto —dice—, Carolina no está aquí para representar una postura personal. Está aquí porque hace bien su trabajo. Se podría decir que es de las mejores publicistas que tiene esta agencia.
—¿Ah, sí? —Daniel lo mira, evaluándolo.
—Sí —continúa Martín—. Porque entiende al público. Esta campaña no obliga a nadie a creer en nada. Muestra situaciones reales, gestos y decisiones.
—¿Y tú estás de acuerdo con eso? —pregunta Daniel—. ¿Tú crees que funciona?
Martín no duda.
—Funciona porque está bien planteada —dice—. Y porque Carolina sabe lo que hace.
No alza la voz. No me mira. No me defiende de forma obvia. Y aun así… lo hace.
Daniel guarda silencio unos segundos. Mira a Rodrigo, que se está conteniendo; lo conozco lo suficiente como para saber que está molesto. Luego vuelve la vista hacia Martín y asiente despacio.
—Bien —dice—. Sigamos.
La reunión continúa, pero ya no intenta ponerme en evidencia. Escucha, pregunta lo justo y anota. No ha hecho falta decir nada más. Su ego ha quedado retratado sin necesidad de añadir una sola palabra.
Cuando salimos de la sala, Rodrigo se queda hablando con Daniel. Cierro la puerta y suelto el aire que llevaba guardando desde que lo he visto.
—Gracias por lo de ahí dentro —digo, sin mirarlo, todavía afectada por cómo ha intentado humillarme.
—No he hecho nada especial —responde Martín.
—Si tú lo dices…
Se detiene y me mira de frente. Levanta la mano despacio y me roza la mejilla con los dedos. Es apenas un gesto, como si quisiera comprobar que estoy bien. No me aparto.
—No sé de qué lo conoces, pero no me gusta que te utilicen para curar egos —dice en voz baja—. Y menos alguien como él.
—No tenías por qué enfrentarlo.
—Lo sé —responde—. Pero no iba a quedarme callado.
—No necesito que me protejas —le digo, mirándolo fijamente a los ojos—. Pero gracias por hacerlo.
—No me las des —responde—. Si veo que alguien te molesta, no pienso mirar hacia otro lado.
Me giro y camino hacia mi mesa antes de que diga algo más.
Porque lo que ha dicho Daniel no me ha afectado.
Pero Martín sí.
Y eso, por mucho que me empeñe en negarlo, empiezo a creer que tengo un problema.