Al principio pensó en cruzar el pasillo corriendo sin ver atrás ni detenerse, sin embargo apenas abrió la puerta, no pudo moverse. Seis cadáveres esperaban a su llegada, tirados a lo largo del pasillo. Dos estaban amontonados afuera de la puerta como si se tratase del obsequio de un gato a su dueño, los otros estaban esparcidos por el pasillo, uno recargado sobre la pared, los otros desplomados y sin miembros periféricos.
Para salir debía pasar por encima de los dos primeros forzosamente. Tuvo que cerrar los ojos para hacerlo. Sentir la piel y los huesos de los cadáveres resonando bajo sus zapatos hicieron que su corazón se encogiera de culpa. Jamás pensó que tendría que hacer algo similar, pero dadas las circunstancias, haría lo que fuera para salvarse.
Con la garganta cerrada y aferrándose a las más profundas fibras de valor en su espíritu, prosiguió con su camino tan veloz como los pies se lo permitieron. Zigzagueó entre el resto de los cuerpo, incluso logró distinguir que más de uno tenían rasguños a lo largo de la espalda y mordidas en el cuello, con los brazos o pies arrancados a tirones. Los animales salvajes cazaban de esa manera, igual que las personas con la conciencia perdida. Apenas notó el camino libre, corrió.
Habitaciones vacías cubiertas de sangre cruzaban fugaces a su lado mientras andaba a todo galope, esquivando algunas camillas abandonadas recargadas en paredes mohosas. La sorprendieron cuerpos sin vida, algunos recostados en las camas como si la muerte los hubiese reclamado mientras dormían; otros, con los miembros desgarrados y cubiertos por un manto carmesí. Incluso, aunque prefirió ignorarlo y no dejar que se metiera en su cabeza, había personas vestidas de enfermeros y policías. Todos muertos.
Si bien en primera instancia pensó que el asilo había estado abandonado mucho tiempo, la frescura de esos últimos cuerpos le indicó lo contrario. De hecho, algunos apenas habían empezado a ser alimento de gusanos. No podía decir con exactitud cuándo se desató el infierno en ese lugar, aunque tampoco estaba deseosa de saberlo.
Jadeante, Daniela giró a mano izquierda para tomar el pasillo que la llevaría a las escaleras. Ahí se detuvo. El paso estaba obstruido por camillas amontonadas, oxidados estantes vacíos y sillas rotas. No conseguía ver una forma de surcar todo eso. Sintió ganas de llorar ante la frustración; era demasiado débil para salir de ahí. Sus ojos se llenaron de lágrimas, sin embargo, una voz que detuvo el llanto tocó a sus oídos. Era cálida, dulce y juvenil. La reconoció.
—¿Bruno? —susurró Daniela mirando hacia todas partes.
No sabía cómo ni por qué, pero estaba segura de que se trataba de Bruno. Regresó sobre sus pasos, se asomó por pasillo sin encontrarlo por ninguna parte, aun así sentía su presencia cerca. Estaba ahí, podía asegurarlo. Daniela se secó las lágrimas antes de girarse hacia los obstáculos. Por él, por Beatriz y por ella misma, tenía que ser fuerte.
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Editado: 04.11.2019