Enamórate de mí

10

Empuñó la linterna con fuerza preparando el dedo pulgar para encender la luz apenas dejara de sentir la pared. Inclinó un poco el cuerpo para correr pero, antes de que pudiera hacerlo, el fuerte sonido de un golpe cimbró el piso. No logró identificar de dónde provino, y solo alcanzó a escuchar las pisadas del sujeto partiendo desesperadamente hacia alguna parte, alejándose de ella.

Permaneció unos segundos inmóvil antes de decidirse a encender la linterna de nuevo. Al verse en soledad, caminó tan rápido como le era posible hasta el tercer pasillo, todavía afirmándose a la pared y sin atreverse a encender la luz. El dolor en la espalda no permitía que corriera, eso la frustró. Cuando sintió el borde de la pared en los dedos, giró hacia la derecha.

A tientas avanzó en lo que suponía era línea recta, al sentir la pared, se aferró a ella. La espalda le punzaba horrible, pero no podía darse el lujo de detenerse. Insegura y asustada, decidió dar un chispazo con la linterna, trataría de hacer un mapa mental que la guiara. Rogó al cielo porque nadie la viera cuando la luz volvió a acompañarla por breves segundos. Sin embargo, la iluminación hizo que el letrero de la farmacia la saludara a varios metros de distancia, cerca del techo.

Avanzó a paso desesperante, arrastrando los pies hasta el lugar y, tras encender por última vez la linterna, se acercó a tomar el pomo de la puerta. Estaba abierta, así que no se demoró en entrar. Los pies le temblaban mientras iluminaba todo a su alrededor. Por fin podían tener un momento de paz en medio de todo ese maldito infierno.

Apenas cerró la puerta se adentró más en busca de algo para atrancarla y permanecer a salvo; una silla vieja podía funcionar muy bien, aunque no estaría de más ponerle alguna trampa cacera. Había un mostrador de vidrios rotos ubicado al final de la habitación, así que se acercó a inspeccionarlo. Al toparse con lo que se ocultaba detrás de este, contuvo un grito. Había uno de los pacientes inclinado en el suelo.

Los latidos de su corazón se aceleraron de forma violenta, incluso comenzó a gemir. Todavía no había revisado la nota que Bruno le dejó a Daniela, así que debía salir de ese problema por cuenta propia. Herida como estaba, a su favor solo tenía el factor sorpresa. Empuñó la linterna, el paciente estaba de espaldas a ella y debía aprovechar eso para golpearlo antes de que la viera.

Alzó la mano y, cuando iba a golpearlo, se detuvo. Notó que estaba temblando al mismo tiempo que susurraba por piedad, estaba pidiendo que lo dejaran tranquilo. Entre los murmullos incomprensibles que emitía, la joven distinguió algunas palabras que le hicieron sentir pena. Estaba pidiéndoles a los científicos que no lo lastimaran más.

Beatriz bajó la linterna antes de acercarse un poco más para hablarle en voz baja. El sujeto volteó a mirarla aterrado, con ojos desorbitados y mirada perdida; ver a una persona diferente al resto de los enfermos asesinos con los que tenía que convivir lo hizo relajar las facciones, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Pensé que eras uno de ellos —dijo el paciente con voz temblorosa—. No eres uno de ellos, ¿verdad? No lo eres. No eres uno de ellos. Pero no hay nadie más aquí. No hay nadie. Estamos solo. Completamente solos. Entonces no eres real ¿verdad? ¿De verdad no eres real?

—Soy real —respondió Beatriz—, y estoy tratando de salir de aquí.

—¿Salida? No hay salida. No puedes salir de aquí. Ellos nos están buscando, ellos nos tienen encerrados aquí y van a matarnos a todos. —El paciente se giró de forma brusca cubriéndose la cabeza con ambas manos. Su voz era tan débil como la de alguien en estado de pánico, incluso gemía—. ¡No dejes que te vean! No deben verte, nos matarán. Nos matarán a todos.

—T-tranquilo. —Beatriz se arrodilló junto al paciente, aunque sin atreverse a tocarlo. Tenía la piel cuarteada y húmeda, además de ligeramente viscosa—. Yo solo pasaré esta noche aquí y me iré durante la madrugada, antes de que ellos vengas por nosotros. ¿Por qué mañana no vienes conmigo? Debemos luchar por salir de este infierno.

—No hay forma de salir de aquí —respondió el paciente—. No podemos salir de aquí. Vete. Vete que yo me dormiré para no sentir nada más. No quiero sentir nada más. —Se recostó en el piso en posición fetal con un intenso temblor recorriendo todo su cuerpo—. Si mueres dormido no sientes dolor. Dormido no sientes dolor.

  Beatriz se levantó del suelo, inquieta y llena de un sentimiento pesado en el pecho. El pobre hombre estaba aterrado de estar ahí, de las atrocidades que habían hecho con ellos los malditos científicos que, en nombre de la ciencia, habían experimentado en ellos hasta el punto de quiebre.




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