Enamórate de mí

20| Final

Mateo escondió varios secretos de Daniela con el paso de los meses. Le había contado sobre María y Don Gustavo, lo que el payaso le hizo en aquella habitación escondida en las cloacas y sobre su novia fallecida, pero siempre hubo algo que escondió en su interior con recelo: la presencia que lo seguía a todas partes.

Cuando Daniela estuvo internada en el hospital psiquiátrico, él decidió que debía ir a terapia, necesitaba que alguien lo ayudara a vencer el trauma y el dolor, pero sobre todo, la culpa. Mateo estaba seguro de que esa presencia pertenecía a María, algo que el terapeuta no rechazó del todo. Le diagnosticó trastorno de estrés postraumático, de modo que esa presencia no era más que la manifestación de la culpa, y acentuada por la enfermedad de Daniela, parecía volverse palpable.

Mateo aceptó la teoría del terapeuta porque, en el fondo, necesitaba creerla. Prefería creer en eso. Dio gracias cuando, convencido en que esa presencia no era real, las cosas empezaron a tranquilizarse. O al menos lo hicieron hasta el día en que Daniela fue dada de alta del hospital. La tarde anterior, decidido a pedirle matrimonio, fue a comprar un anillo, hizo una reservación en un buen restaurante, compró flores y volvió a casa para dejarla impecable.

Era tarde cuando terminó de asear, de modo que, agotado, apagó las luces y se dirigió hasta la habitación principal. La casa estaba iluminada por algunas luces tenues en el techo, mismas que él había instalado para mantener alejado el miedo a la oscuridad que el payaso le había provocado.

Cuando giró a la derecha para entrar en la habitación, se topó de frente con algo más que una simple presencia: una silueta. María estaba de pie a escasos centímetros de su cuerpo, con la mano puesta sobre el interruptor de la luz. El terapeuta dijo que todo eso estaba en su mente, que era la culpa jugándole una broma sucia y perversa que debía enfrentar.

Mateo alzó con cuidado la mano derecha y empezó a acercarla despacio hacia el interruptor. La niña formó una enorme sonrisa, la misma que tenía en la cara cuando Gustavo la encontró tirada en el suelo con el cráneo partido; sus dientes brillaron cual perlas entre la oscuridad, Mateo incluso pudo sentir su aliento putrefacto esparciéndose por todas partes hasta estrellarse contra él.

—No eres real —susurró Mateo con voz temblorosa. Acercaba la mano al interruptor cada vez más—. No eres real.

La niña respondió ensanchando su sonrisa, como si en silencio le preguntara si estaba seguro de ello. La vio reírse con grandes fauces cubiertas de sangre.

—¡No eres real! —gritó Mateo golpeándose la mano contra la pared al presionar violentamente el interruptor. Tenía los ojos cerrados al hacerlo.

Los abrió despacio, aterrado de descubrir que ella seguí ahí, sonriente, cubierta de sangre seca y tan cerca de él que podría distinguir su aliento a óxido. Pero no, María no estaba en la habitación, y contrario a la paz que esperó sentir, el miedo aceleró su corazón. Si ella no era real, él estaba enloqueciendo. Si ella era real, él terminaría enloqueciendo. De cualquiera manera, presente o no, lo tenía atrapado en sus garras.

La línea que separaba la venganza de la justicia era demasiado delgada para él. Se juró a sí mismo jamás revelarle eso a Daniela. En el momento en que Mateo decidió guardar silencio, la bestia sonrió desde las tinieblas. Su amo le había encomendado una misión antes de marcharse, debía acabar con ese sujeto, enloquecerlo.

Le iba a demostrar lo real que el horror puede llegar a ser.




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