Apreté los ojos y traté de relajar mi cuerpo. Había escuchado en ciertas ocasiones, cuando los adultos hablaban, que los bebés solían sufrir menos daño al caer ya que no tenían la conciencia para reconocer que estaban cayendo y, por eso, no tensaban su cuerpo. En cambio, los adultos éramos plenamente conscientes del peligro y tendíamos a endurecer nuestra musculatura, aumentando las probabilidades de múltiples fracturas.
Yo no quería eso. Intenté distraer mi mente y relajarme, pero eso no evitó que un fuerte, sonoro y muy molesto grito rompiera el silencio del pacífico bosque. Incluso las aves salieron disparadas por el aire del susto. Era increíble cómo todo parecía ir más lento cuando uno creía que eran sus últimos segundos de vida.
Contrario a lo que esperaba, mi cuerpo no aterrizó en una dura, fría y áspera superficie. No. Algo suave y acolchonado envolvió mi cuerpo cuando lo impacté, casi podía decir que había amortiguado mi golpe. Tampoco era frío, sino más bien cálido, y su aroma… me recordaba a menta recién cortada y la fragancia que un pino desprendía durante el amanecer, luego de una noche lluviosa. Quizá estaba en el cielo y esa sensación de comodidad y seguridad era parte de la bienvenida, o quizá solo estaba soñando. Pero, cual fuera la situación, real o no, no quería despertar.
El gato comenzó a ronronear sobre mi pecho y unos cálidos, suaves y fuertes, pero delicados dedos se envolvieron en mi muñeca. Una melodiosa voz profunda susurró en mi oído:
—Disculpe, pero no puedo respirar.
Esas palabras fueron como si me hubieran presionado el botón rojo de advertencia. Abrí mis ojos tratando de ubicarme en el espacio y tiempo. Efectivamente, al ver hacia arriba, pude distinguir las maderas podridas de la cornisa colgando mientras se balanceaban de un lado a otro con el viento. Al mismo tiempo, una docena de voces se elevaban a mi alrededor y, entre ellas, distinguí las de mis hermanos.
—¡Evangeline!
Ese era Sebastián preocupado. Debía de verse feo el panorama sí él estaba preocupado. Entonces, Theo y Rory comenzaron a reír; aunque intentaron contener su risa, su inocencia les ganó y sus risas campaniles se filtraron por todo el lugar.
—¡Eva está aplastando al señor!
Gritaron entre risas hasta que les dio hipo de tanto carcajeo.
—Ciertamente lo hizo — dijo Seb con sus habitual sarcasmo. Evidentemente en susto del momento ya había desaparecido — Eva, si no levantas tu culo de ahí, probablemente tengamos que hacerle RCP al pobre hombre. ¡Si ya está poniéndose morado por la falta de oxígeno!
—¿De que diablos estás hablando Sebastián?
—De tu pobre víctima; caíste sobre él.
Fue cuando comprendí que aquellos suaves dedos y esa encantadora voz, junto con esa extraña y reconfortante sensación de calidez, realmente no pertenecía a mi imaginación: era real.
Brinqué tan rápido que cuando logré ponerme de pie nuevamente, perdí el equilibrio, me tambalee y caí nuevamente, pero está vez el gato saltó fuera de mis brazos y se sentó junto a mi hermana. Al mismo tiempo un par de fuertes manos me sujetaron por la cadera para ayudarme y, eso evitó que cayera de culo.
—Vaya, suerte que el pobre tiene buenos reflejos o le habrías aplastado la cara.
Murmuró Seb, mientras rodaba los ojos y yo me sonrojaba torpemente. Bella se reía de la situación, aunque dudaba que a sus cortos dos años comprendiera algo, pero a ella solo le bastaba entender que su hermana mayor se había caído; dos veces, sobre el mismo sujeto en cuestión de minutos.
—¡Cuánto lo siento!
Me apresuré a disculparme y zafar del agarré de sus dedos. Una sensación de hormigueo se hizo presente en las zonas donde sus dedos habían estado tocando. Me volví para ayudar al pobre sujeto, e inmediatamente maldije mi estupidez y lo patosa que era. Además, maldije internamente por no haberme hecho un hueco temprano en la mañana para lavar mi cabello, peinarlo decentemente, maquillarme siquiera un poco y, por supuesto, re maldije por mi elección de atuendo: un viejo suéter gris y desgastado con letras grandes en bordo dónde ponía “Chicago manda”, un jean negro que estaba igual, o peor de desgastado y mis zapatillas…. O por dios, creo que esas eran lo peor, no eran para nada femeninas ya que, de hecho, habían pertenecido a Boris, mi mejor amigo y que insistió en que las usará para sentirlo cerca.
—No tiene porque disculparse, yo fui quién se ofreció a ayudarla.
Lo miré sin comprender a que se refería; o quizá simplemente me quedé perdida en el azul intenso y profundo de su mirada. O, también podía ser que mis ojos estaban asombrados de ver tanta belleza junta en un solo ser.
—¿Vas a ayudarlo a pararse o te quedarás viéndolo como mensa todo el día?
La voz de mi hermano fue lo que necesite para mosquearme y dejar de babear por él pobre hombre. Extendí mi mano para ayudarlo a pararse y, al mismo tiempo le lancé una mirada a Seb. No hacía falta decir más, él ya había comprendido que más tarde me vengaría de su aptitud y estupidez.
—De nuevo, lamento mucho haber caído sobre ti… dos veces.
Dije avergonzada, pero sin soltar su mano a pesar de que él ya se encontraba de pie. Y, aun con mi metro setenta, tuve que elevar la cabeza para poder hablarle viéndolo a los ojos.
—De nuevo — respondió con una sonrisa — no hay nada porque disculparse. Estaba por tocar el timbre cuando escuché el grito y la vi cayendo. No quería que su primer día en Evergreen Hollow lo pasará en el hospital.
—Ya somos dos. Soy Evangeline Kingsley.
—Es un placer y, bonito nombre. Yo soy Alexander Prescott, vine por lo de los camiones de la mudanza.
—¿Qué?
Él me miró mientras intentaba contener una risa y señalaba con la cabeza a José quién estaba esperando su turno para hablar.
—¡Oh, los camiones! —Dije como una idiota — Si, al parecer se equivocaron en la dirección…
—Si, ellos terminaron en la puerta de mi casa hoy temprano. Debo admitir, que me sorprendió cuando me dijeron que estaban buscando la casa de Pinewood Drive 123.
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Editado: 22.01.2025